“Hay un positivo” es un camino que entendimos válido para reconstruir aquel clima de época a partir de esta pequeña historia que cabe en algunas horas de un día. La historia más académica se funda en miles de pequeños sucesos como éste en procura de una interpretación que con frecuencia ignora los rostros concretos, las pasiones y temores, las grandezas y miserias personales. Desde la convicción de ocupar ese espacio es que edificamos nuestro relato buscando el detalle de las palabras cotidianas, los objetos mínimos, el sonido y la imagen de aquel día, los rostros sudorosos, el fuego y el dolor, el compromiso y la levedad, el miedo y el coraje, la humanidad de quienes allí estuvieron.
Fue así que nació este libro en el que se conjuga la necesidad de recuperar memorias de la ciudad y del tiempo en que vivimos, urgidos por los años que pasaban y hundían bajo el revoque las lastimaduras de los proyectiles en los muros y borraban los recuerdos.
Comenzamos este trabajo en los últimos años de la década del ochenta. Por esos días era muy difícil conseguir documentación institucional, por lo que la información reunida incluyó recuerdos del servicio militar y de la calle, publicaciones en viejos diarios y revistas y testimonios orales que callaban tanto más que lo que contaban, alcanzados por el cono de sombra que todavía proyectaba el terror reciente. Sin habilitaciones académicas ni periodísticas, sólo pudimos contar con la confianza despertada en los interlocutores ocasionales, testigos encontrados con algo de suerte e insistencia, y a veces de riesgo.
Las limitaciones de acceso nos llevaron a desechar la reconstrucción historiográfica, por lo que quedaba una opción en nuestra obsesión por el suceso: el camino de la ficción, el asumir el artificio para llenar los intersticios que nos quedaban y hacer jugar todo lo valioso que habíamos reunido. Aún con sus propios condicionantes, la ficción literaria nos liberaba de la pretensión de objetividad y dejaba espacio a la imaginación. Al menos eso pensamos.
Nos concentramos en precisar el marco temporal y optamos por secuenciar el relato en horas y minutos, procurando un creciente dramatismo en la dinámica del relato; indagamos en el territorio, recorrimos una y otra vez aceras y esquinas tomando nota de muros, ventanas y techos, logramos ingresar al edificio en el que sucedieron los hechos, como supuestos locadores de un departamento para poder medir ambientes, escaleras y aberturas, tomar fotografías y trazar mapas.
Las personas reales se convirtieron en personajes construidos con retazos de la información disponible pero también con gestos de otros, de gente que conocimos, de mezcolanzas en las cabezas de los testigos, de cosas que imaginamos sobre cómo podían sentir y pensar en la época que les tocó vivir. En algunos casos, debimos apelar al diseño de personajes prototípicos capaces de resumir a muchos.
El libro no es la “verdad”, la verdad es que no podría serlo. Es una reconstrucción, es una recreación, es un artificio, un invento basado en información contradictoria y fragmentada, una aparente verdad inevitablemente falsa que es a su vez un intento de asir lo esencial de lo que pasó, porque lo que queda de aquella verdad es un cúmulo de confusiones, mentiras deliberadas, mitos, versiones de versiones, supuestos y distorsiones tamizadas por el paso del tiempo.
Sin embargo no pudimos hacer a un lado del todo lo reunido en las entrevistas, ya que al momento de narrar cada una de las muertes se nos imponía como un imperativo el respeto por los testimonios, así que dejamos que en el tejido ficcional asomen ventanas de no ficción, espacios para que los entrevistados dijeran con sus palabras, sus propias verdades.