Maniobra difícil

A lo mejor iba demasiado rápido o demasiado distraído, vaya uno a saber.

Lo que pasa es que usted vio cómo es la ruta, tan traicionera, más cuando uno anda solo.  Yo siempre digo que manejar en la ciudad es mucho mejor, es más difícil pero es mejor, no hay vuelta que darle.

La ruta aburre, adormece, da ese sopor de siesta que para qué le cuento.  Al principio no, al principio uno se concentra en todos los detalles, hace un inventario de los ruiditos del auto, mira las tranqueras, va estudiando el pavimento y esquivando cuidadosamente cada pocito y cada lomita de esas que aparecen de tanto en tanto.  Pero hay un momento, después uno no puede identificar precisamente cuando fue, pero es un momento en el que hay una especie de click, un corte, y uno deja de prestar atención, y los pies en los pedales y los ojos y las manos son autómatas que manejan por fuera de uno que va pensando tranquilamente en cualquier cosa que no tiene nada que ver, a usted no le pasa?

Por eso yo insisto siempre que manejar en la ciudad es mejor.  Primera, segunda, tercera, a veces cuarta si se puede, y después todo atrás de nuevo porque una esquina, un semáforo, un auto que se cruza, todo eso.  Y mucho embrague y freno, que en la ruta uno se los olvida y el pie izquierdo va descansando en el piso y el derecho apenas si modifica la presión en el acelerador y no tiene otra cosa para hacer.

Claro, la ciudad es un problema cada diez segundos, ni me lo diga, que hay que andar con las antenas paradas todo el tiempo. Pero justo eso es lo que hace más difícil manejar en la ciudad, y justo por eso yo digo que es mejor.

En la ruta uno nunca tiene problemas, es cuestión de seguir y seguir, pero después le aparece una curva como a mí y entonces es un problemón porque uno anda adormecido, aburrido, y parece que viene manejando el auto pero no, viene pensando en cómo arreglar alguna deuda o en cómo juntar guita para irse de vacaciones, qué se yo, en cualquier cosa menos en la ruta, menos en que cuando aparezca un problema uno viene a cien como si tal cosa.

Si usted me pregunta, yo casi juraría que no venía demasiado rápido.  En realidad no tengo la mínima idea, pero casi lo juraría.  Distraído si, venía desatraído, pero no me va a decir que eso no le pasa a todo el mundo.  Esa cadencia del motor es como una canción de cuna y hasta esos ruiditos que al principio llamaban la atención se vuelven ritmos, todo se suma.  Ahora que lo pienso, es inevitable distraerse en esa repetición que no tiene un matiz, un desnivel que exija la atención.  No, estoy seguro de que no venía demasiado rápido, de ser así me acordaría, si hubiera venido demasiado rápido no habría estado así de distraído.

La cosa es que la curva se apareció de golpe.  Ese momento sí que me lo acuerdo bien y estoy seguro de que fue un momento bien preciso, digamos que pasó un instante después del cartel que indicaba la curva y un instante antes de haber tomado conciencia de que ahí terminaba el camino, se doblaba de golpe, un instante antes de que se dibujaran nítidos ahí adelante una banquina corta, una alambrada y un bosque de esos arbolitos espinosos y petisos que nunca supe cómo es que se llaman.

Ese momento lo tengo bien grabado, porque fue como un golpe eléctrico, como cuando se enciende un muñeco a pila, esos ositos que empiezan a tocar el tambor y parece que ignoran la inercia, que empiezan a tocar como si nunca hubieran dejado de hacerlo.

No sé si usted me entiende del todo.  No me refiero nada más que a ese nudo en el estómago y a esa tensión en las manos que aprietan el volante como para que no se escape, a esa rigidez que se instala en todo el cuerpo, tanto que uno se imagina que la sangre anda al galope y que los músculos hacen chispazos de tanto contraerse.  Es esa sensación de conexión, de caer de nuevo adentro del auto, o mejor dicho, adentro de uno mismo controlando el auto, que es casi lo mismo pero no del todo.  Porque es así, tiene tanto de sorpresa -o mejor de paradoja – que uno no pueda reconocerse antes manejando el auto, que ahora (después del cartel, antes de la curva) uno viene a ocupar el lugar que antes no está muy claro quién venía ocupando, no sé si me explico, no sé si se me entiende.

Vio como quedan grabadas esas cosas después.  Todo el resto del camino es cero, por ahí si pasa de nuevo ni se acuerda porque no prestó nada de atención, pero la banquina y los arbolitos detrás del alambrado si quiere se los dibujo de memoria.  Si casi me vuelve el nudo en el estómago, esa seguridad, así de golpe, de que cada músculo está preparado, esa sensación de que uno estaba ahí sentado y tiene que tomar todas las decisiones juntas y toda la maquinaria espera las órdenes, las manos mimetizadas con el volante, el pie izquierdo parado firme en el embrague, casi dolorido de reprimirse las ganas de pisar, el pie derecho sin apoyo, planeando entre el acelerador y el freno, un poco dubitativo a la espera de la señal.

Todo eso es un segundo, usted me entiende.  Es raro como el tiempo se puede estirar como un chicle, es casi una locura que pueda contarse tanto de un instante después de tanta ruta que podría caber en un renglón, en una frase que para colmo ni siquiera se me ocurriría contarle.

Para colmo de esas curvas que se sabe cuando empiezan pero andá a saber cuando terminan.  Esas curvas que si uno las entra bien, parece que se las puede acompañar sin hacer fuerza, que el auto las sigue solito, pero que cuando se las ve encima y el coche se le desacomoda al principio son un parto, la cola empuja para afuera y no hay dios que lo enderece.

Y más que más, siempre el primer reflejo es largar el acelerador y pegar el volantazo.  Nada de freno ni de rebaje, todo el volante para que el auto entre.  Me acuerdo que ahí yo pensé que si me iba a la banquina los arbolitos esos debían ser bastante duros, y le pegué el volantazo.  Y no es que sea el mejor reflejo, mire, que uno se puede dar vuelta y a lo mejor la banquina da tiempo si uno mete un buen rebaje aunque el motor chille; y un poco de freno.  Pero en ese momento, vio, uno se juega y listo, después se verá.

Creo que putié.  Es de locos, pero uno hace todo lo que hace y tiene tiempo también de putear, como si eso ayudara un poco a que el auto se enderece y entre en la curva como dios manda.  Cómo no iba a putear si el auto hacía una fuerza con la cola, y no había caso; yo meta cruzarle volante porque si empezaba el trompo después andá a pararlo, si empezaba el trompo yo ya estaba revolcado entre los arbolitos y a otra cosa.

Qué hice con los pies es un misterio.  Me parece que en algún momento puse tercera, pero si me pregunta mucho, le diría que los pies descansaban en el piso, como si en algún momento yo hubiera decidido que todo el problema era de las manos firmes al volante pero no sé bien, la verdad le mentiría, porque después de la puteada y la desesperación viene como una especie de borrachera y ya uno piensa estupideces como si se joderá la trasmisión con el derrape, o en que si llega a volcar vaya a saber en qué hospital de pueblucho lo atienden, todas cosas así, digamos secundarias cuando uno tiene la responsabilidad de evitar que el auto pise la banquina, esas banquinas que no se por qué no las calzan bien, y si las llega a morder, el volante empieza a portarse como un lavarropas y ya por más fuerza que haga, mejor deje que el auto haga lo que quiera porque ya no hay caso.

Vaya uno a saber por qué a uno se le vuela el mate, debe ser alguna especie de defensa contra el miedo o algo así, porque bien visto ayuda.  Uno empieza a decidir como si estuviera en un escritorio y trata de tirar el auto al medio que es lo mejor, aunque si viene uno de frente…. Pero en esas circunstancias es lógico tomar algún riesgo calculado porque del otro lado está la banquina, para colmo descalzada.

Y después de la borrachera, ahí viene la ansiedad.

A lo mejor usted no me vaya a entender bien.  Si usted estuviera viendo desde afuera todo pasaría en un santiamén y no podría creerme una palabra.  Pero adentro del auto el tiempo parece más, o a lo mejor dura más, vaya a saber.

Entonces, le decía, en ese tiempo-chicle, digamos, para ver si nos entendemos, después de la borrachera, después de ese segundo en el que uno se escapa (pero sigue manejando, claro) viene la ansiedad más terrible, porque el auto sigue tirando para afuera, la cola amenaza con salirse a la banquina y uno ni siquiera sospecha el final de la curva, al contrario, empieza a imaginar que ya no se va a enderezar ese endiablado camino y que habrá que seguir haciendo fuerza aunque transpiren las manos y la ansiedad empiece a parecerse sospechosamente al miedo.

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