El huevo de la serpiente (31/10/2023)

Es evidente que la primera tarea hoy es la de pararle la mano al Estado Israelí, que justificándose en la ofensiva de Hamas del 7 de octubre que culminó en secuestros y muertes, se dedica a avanzar brutalmente con la limpieza étnica a bombazo limpio.

Ya habrá tiempo después para que la historia cuente qué fue lo que pasó realmente ese día, porque el aparato de propaganda israelí ha logrado instalar en los noticieros del mundo la idea de un raid irracional de terroristas más malos que los malos de los comics, una construcción evidente al servicio de la propaganda de guerra.

Sobre este tema habrá que dejar anotado que más allá de eso no está bien igualar a Hamás con Palestina y que seguramente sí que ha habido brutalidad porque los motines en las cárceles son así, y lo que ha construido Israel en Gaza en una gigantesca cárcel en la que los guardias israelíes ensayan su violencia cotidianamente y año tras año. 

Pero por otra parte también habrá que tomar en cuenta que ha habido una campaña de instalación de mentiras que hoy permite dudar de todo lo que se dijo: la fake new sobre los niños decapitados – que logró que hasta el propio Biden la repitiera y que tuviera que ser salvado por sus voceros de un nuevo papelón – muestra los límites a los que estuvieron y están dispuestos a llegar para construir la excusa perfecta.

Sin embargo, a pesar de esa primera tarea urgente – la de parar las bombas sobre Gaza que ya se cobraron más de 8.000 vidas humanas – vale la pena ir a una discusión más de fondo, porque el problema está en el origen del Estado de Israel pensado como un estado confesional cuya dinámica es y será inevitablemente racista.

¿Dos estados?

En cada crisis se vuelve a la idea de la solución de los dos estados, es casi la utopía de la buena gente pacifista ¿por qué no vive cada uno en su país y listo?  Sucede que la solución no es tan sencilla como parece.

El presidente brasileño Lula ha pedido una vez más por estos días que “Israel se quede con el territorio que es suyo, que está delimitado por la ONU, y que los palestinos tengan derecho a tener su tierra (…) para que nadie tenga que invadir la tierra de nadie“. 

La propuesta suena interesante y sería evidentemente una solución progresiva en este estado de cosas, pero conviene tener claro que fue justamente ese plan el que falló, el huevo de la serpiente de esto que está sucediendo ahora.

No me voy a hacer el distraído.  Sé que no se debaten solamente ideas, sé que hay poderosos intereses detrás de estos debates, pero no está de más tomarlos en abstracto para ver por qué la decisión de la partición de Palestina resuelta por la ONU en 1947 tenía que salir inevitablemente mal.

Por otra parte, ya en otras notas hemos hablado y seguramente seguiremos hablando del Estado de Israel pensado como un gigantesco portaaviones en medio del mundo árabe y del mar de petróleo, como una gran base militar en la que su población cumple el rol de escudo humano, así que en esta nota me concentraré en aquel principio de todo, intentaré un debate con los que están verdaderamente preocupados por aquella zona del mundo y daré mi punto de vista sobre un error que convendría no volver a cometer.

La partición

La resolución 181 de la Asamblea General de Naciones Unidas fue votada el 29 de noviembre de 1947 y lo que hace es crear dos estados y una zona – Jerusalén y Belén – bajo régimen internacional, o sea bajo el control de las Naciones Unidas

Obviamente en toda Palestina árabes y judíos estaban mezclados, eran vecinos en las mismas ciudades y pueblos y vivían juntos.  En la zona que la ONU atribuye al estado de Israel vivían 558.000 judíos, pero también 405.000 personas de origen árabe; en la zona árabe había unos 10.000 judíos conviviendo con 804.000 árabes y en la zona internacional estaban más o menos parejos.

Según la idea de las Naciones Unidas, estás dos naciones tan entrelazadas debían aspirar a hacer una unión económica, aduanera y monetaria y a arbitrar sobre los derechos de tránsito de sus habitantes.  Tan buenas intenciones fracasaron estrepitosamente.

Ya en enero de 1949, el mapa de la Resolución 181 había pasado a la historia.  Más allá de sus límites imaginarios – que no convencían a ninguna de las partes – Israel había invadido la Galilea occidental, Jerusalén oeste, Jaffa, Acre, Lydda, Ramleh y varios cientos de pueblos palestinos. De los 14.500 kilómetros cuadrados adjudicados al Estado judío por la 181, se pasó de facto a más de 20.000.  Por estos días, el Ministerio de Exteriores israelí informa que Israel mide 20.325 kilómetros cuadrados, un 40% más que lo atribuido en 1948 por las Naciones Unidas hace 75 años, mientras que el estado árabe que había recibido 11.800 kilómetros cuadrados, hoy tiene casi nada.

Obviamente que el problema no se limitó a lo territorial. Esos territorios que quedaban bajo su dominio – los recibidos en primera instancia y los ocupados más tarde –  debían ser vaciados de sus habitantes originales.  Es así que en aquellos años que los palestinos recuerdan como la Nabka (la catástrofe) fueron expulsados o huyeron más de 700.000 palestinos y fueron despoblados y destruidos pueblos palestinos enteros, al punto que las Naciones Unidas intentaron terciar una vez más, ahora con la Resolución 194 del 11 de diciembre de 1948:  “debe permitirse a los refugiados que deseen regresar a sus hogares y vivir en paz con sus vecinos, que lo hagan así lo antes posible, y que deberán pagarse indemnizaciones a título de compensación por los bienes de los que decidan no regresar a sus hogares y por todo bien perdido o dañado”.  Así decía la Resolución 194 que, obviamente, tampoco se cumplió. 

Bien mirado era imposible que fuera cumplida. La lógica étnica y racista de la Resolución 181 impedía que se reconociera el derecho al retorno, porque para tener un estado judío con mayoría judía había que echar antes a muchos “no judíos”. 

Y no se los podía dejar volver de ninguna manera.

Un apartheid en pleno siglo XXI

Parece inconcebible que, a esta altura del partido, los voceros del Estado de Israel defiendan todavía la existencia de un “estado judío”. 

Si tal demanda podía tener algún asidero en aquel 1948 con el holocausto tan reciente, hoy parece un delirio racista no lejano a hablar de un estado blanco o de un estado ario o de un estado de los veganos o de los hinchas del Manchester City.

Está claro cómo la migración judía al Estado de Israel ya no es hace tiempo migración de perseguidos que buscan un lugar seguro en el mundo, sino migración de gente que busca un mejor nivel de vida y aprovecha las promociones que se consiguen siendo judío.  El precio para los jóvenes, claro, es involucrarse en la guerra eterna y la ideología con que todo esto se encubre – que suena a primera vista confesional – es decididamente racial.

“Masa Israel Journey” se presenta como la organización líder en experiencias de largo plazo en Israel para jóvenes adultos entre 16 y 35 años Entre las promesas que hacen a los jóvenes, se cuentan “una pasantía adecuada para ti, junto con la vivienda, el curso de hebreo, y paseos largos y cortos por Israel”.  Entre sus programas más recomendados encontramos “Ayudar a salvar vidas en Israel” y “Una experiencia en el ejército israelí”.

La inmersión en la sociedad israelí, la conexión con sus raíces, su cultura y el crecimiento profesional que experimentan los jóvenes en estos programas, contribuyen a su desarrollo personal, su identidad judía y a establecer una relación más profunda con Israel y el pueblo judío”, nos explica esta gente, que hace una deliberada mezcolanza entre la identidad judía y el Estado de Israel, todo debidamente adobado con promesas de “un futuro prometedor para jóvenes judíos”. 

El diario Clarín, aludiendo a datos del Ministerio de Inmigración israelí, cuenta que 4.000 norteamericanos migraron a Israel este año y también unos 3500 franceses, 7000 rusos y 2800 ucranianos, 800 argentinos y 500 brasileños.  Ese verdadero programa de importación de futuros soldaditos – el 30% de los arribados son menores de 18 años y el 60% menos de 35 años – se llama Horizontes de Israel y tiene un presupuesto de más de 11 millones de dólares. 

Es así, con promesas de buen vivir, aventuras y dólares, que mientras se niega el derecho al retorno de los palestinos expulsados, empujados y amontonados a patadas durante estos largos años, se financia el derecho al arribo de los futuros candidatos a carceleros.

Y todo esto, repitámoslo, para que exista un “estado judío”, para garantizar el mantenimiento de la lógica racial que impusiera aquella Resolución de la ONU de 1947 que intentó salvarse de las condenas del futuro – de este presente – escribiendo en uno de sus párrafos que “no se hará discriminación de ningún tipo entre los habitantes por motivos de raza, religión, idioma o sexo”.  Pero eso es completamente imposible si uno empieza edificando estados sobre la lógica de la discriminación.

¿Habrá posibilidades de una Palestina laica en la que convivan los pueblos con sus diferentes religiones y tradiciones?  ¿O logrará finalmente el Estado de Israel completar el exterminio palestino disfrazado de “guerra contra Hamas”?

La historia del futuro, claro, está aún por escribirse y será tarea de los pueblos, de los judíos y de los árabes y también de todos los pueblos del mundo que se consideran civilizados.

Mientras, como te decía al principio de esta nota, el presente es intentar pararle la mano al plan terrorista del Estado de Israel que, bomba tras bomba, va buscando su propia solución final de lo que hoy llaman – copiando la brutal terminología nazi – el “problema palestino”.

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