El sueño del árbol
Después uno se despierta y entra al mundo, o a lo mejor es el mundo el que entra en uno y el árbol, el desierto, la ligera sospecha, se hacen añicos a la altura del hervor de la leche o del agua en la cara.
Entonces ya no tiene importancia si fue un sueño o una de esas extrañas visitas de ese medio pensar del medio insomnio y hasta esa molesta sensación de que se ha sido soñado por el árbol arranca una sonrisa apenas cómplice, una sonrisa que se parece a un guiño paternal de la razón despierta, esa mecenas complaciente del delirio.
Pero hubo árbol y desierto y corteza del árbol latiendo tan extraña, tan sugestivamente blanda, tan pariendo de sus nudos dedos, manos, tan soñándome afuera y adentro, quién sabe, porque ahora se hace tan difícil y es como tratar de traducir, de decodificar una maraña de símbolos que ni siquiera son símbolos, porque árbol hubo, soñándose y soñándome.
No había hojas en el árbol del desierto, había yo sentado o en cuclillas mirando el nacimiento, tan pedazos de imágenes, tan metamorfosis silenciosa de sus nudos redondos de árbol grueso y gris, de árbol sin hojas. Había yo árbol soñándome en cuclillas, peleando con la dura rigidez del tronco, abriéndome paso por mis nudos redondos de árbol grueso y gris, asomando un dedo, una mano al desierto que es el afuera del sueño, o del pensamiento, o de la sospecha que me incluye sentado o en cuclillas en el fino polvo del desierto mirándome, mirándote, mirándolo árbol, recuerdo del árbol, vestigio de árbol que ni siquiera es forma, que ni siquiera es metáfora.