Esa canción tan vieja

Después iba a pensar que había estado esperando la señal como si de algún modo hiciera falta un mensaje de los dioses, un aviso traído desde otro mundo o desde otra vida, el click de un conmutador, un fogonazo.

Antes le habría parecido una tontería como las que le reprochaba siempre a Mara, que se emocionaba hasta las lágrimas con los teleteatros de la tarde y vivía soñando que pasaban ángeles cada vez que todos se quedaban callados (pero no tendrían nada que decir!)  Eso hasta después del perro y de la melodía, hasta después de ese gesto de él un poco como de disculpa, como avergonzado de haber silbado ese pedazo de canción tan vieja. Porque después de todo eso estaba tentada de pensar ese pensamiento que debía ser de Mara, una idiotez de ese calibre.

Pero era cierto que las cosas habían cambiado de repente, como si se hubiera abierto una puerta para que entrara el aire fresco (pero que imagen tan cursi, que frase tan de Mara) y todo lo que era aburrido tuviera de pronto un poquito más de brillo, hasta ese chico que caminaba con ella y trataba de decir alguna cosa de vez en cuando pero no se le ocurría nada que terminara con el aburrimiento de ese paseo que ya no le estaba pareciendo buena idea.

Ella había pensado a qué vine, preferible aburrirme en casa, todas cosas así, mientras él trataba de tapar el silencio contándole alguna cosa de la profesora de francés que no le interesaba para nada, o se esforzaba en detalles para explicar por qué le decían Tino, apodo definitivamente horrible.  El perro se acercó moviendo la cola como hacen todos los perros y el chico se demoró jugando y hablándole con esas frases inconexas que se usan para hablarles a los perros;  ella siguió caminando porque iba pensando en cualquier cosa y ni se dio cuenta de que él no seguía al lado de ella.  Cuando se dio vuelta y se detuvo a esperarlo, él venía caminando rápido para alcanzarla esos pasos que ella se le había adelantado.  Y silbaba esa canción tan vieja.

A la mañana, cuando todavía la niebla no se había levantado y el silbido resoplaba una melodía vaporosa, Héctor había descubierto la misma melodía entre sus labios.  Tino, a la siesta, también iba a sentir un poco de vergüenza cuando descubriera en ella ese gesto de sorpresa (pero ¿no era el estupor ante la puerta que se abre?) pero poco y nada comparado con Héctor que salía del cementerio silbando esa canción y sentía de pronto que no estaba para nada bien salir silbando y jugueteando el ritmo con el llavero del auto, que pensaba enseguida qué va a pensar la gente y se callaba, pero seguía silbando para adentro.

La muerte de Elías había sido así de pronto.  Hay muertes programadas, preparadas por una agonía larga y agotadora que dejan asomar entre la tristeza un escondido sentimiento de alivio, pero Elías se había muerto así sin avisar, seguramente la mejor muerte para el muerto, pero la peor para los que se quedan de golpe vaciados y asustados, parados en un mundo que parecía firme y de pronto es endeble como una hoja de papel.  Debe haber sido por eso que Héctor se sintió de golpe tan ridículo cuando le avisaron mientras discutía acaloradamente una cuestión de números con su socio, un problema “de vida o muerte” para las ganancias del negocio, que descendió abruptamente a la categoría de trivialidad, de cosa cotidiana, intrascendente.

Lo primero que pensó fue en la nena.  Recién mientras se subía al auto se le ocurrió pensar en su mujer, pero antes todo el tiempo había pensado en la nena, en cómo iba a ser para ella que no estuviera más el Abu Elías, el Abu caballito en las rodillas desaparecido así de pronto de su mundo de paseos por el parque, borrado sin ninguna explicación de su paisaje de la hora de salida de la guardería, así apagado como se apaga la tele.

El viejo la sentaba en las rodillas y le silbaba siempre esa canción tan vieja, esa misma a la que Héctor le niega ahora el silbido un poco por vergüenza (pero el ritmo persiste en el llavero del auto) ahora que por fin ya pasó todo, la noche en vela, los ojos brillosos de su mujer saludando mecánicamente a parientes y amigos, la infinita demora de un ritual tan inútil y tan frío como la muerte misma, un rito de silencios en el que nunca tendría lugar esa canción que el Abu Elías le silbaba a la nena que reía subida a sus rodillas.

Ahora había que ir a hacer trámites, subirse al auto como siempre, hablar con gente que marca con cruces los lugares en los que hay que poner la firma, sonreír para decir muchas gracias, discutir condiciones, hacer preguntas y escuchar pacientemente respuestas que ya fueron dichas tantas veces, pensar en los horarios, anotar citas y números telefónicos.  Entre tanta cotidianeidad, entre tanto como siempre, la canción se asoma de nuevo en el silbido, en la tregua de cada semáforo se hace más vital porque la mano que se asoma por la ventanilla la acompaña tibiamente con una percusión que apenas se sugiere, que es nada más dedos que tamborilean sin respetar demasiado los compases.

Es muy difícil saber como viaja la música.  A lo mejor esa mujer que no tenía de qué hablar con su marido y que no recordaría después en dónde  fue que se le pegó la  melodía pero que lo mismo la irá tarareando bien bajito, de modo que él sonreirá porque le parecerá extraño que ella se ponga a tararear en el auto esa melodía olvidada por la moda, esa canción tan pero tan vieja que ni se va a acordar exactamente de qué hablaba, nada más le parecerá que la cantaba una chica con voz un poco gruesa y que decía alguna cosa del amor que llegaba o algo así.

Después, en el palier del edificio, la melodía se quedará con un vecino.  El hombre de maletín, el del tercero, saluda apenas con un gesto de su mano libre y ella entonces interrumpe el tarareo y dice buenos días. Y así la canción vuelve a la calle, trepada otra vez en un silbido.

El hombre del tercero la llevó en su auto.  La silenció con la radio que daba las noticias de la una, pero la canción volvió a asomarse persistente en la rutinaria estrechez del ascensor, justo antes de que el ruido de las impresoras la deformaran un poco con su traqueteo sin compás.  La cantó a los gritos con un estribillo en italiano que no estaba muy seguro de que fuera el que correspondía a la canción y logró hacer añicos el desafinado picoteo de las máquinas.  La Moni le sonrió con una sonrisa sugerente, jugando como siempre ese juego de velada seducción que se juega entre los compañeros de oficina.  El flaco Pelotti que salía en ese momento a hacer los trámites se llevó la melodía, pero antes se tapó exageradamente los oídos a modo de saludo.

La canción viajó ascensor abajo.  Pelotti hizo memoria y no le pareció que la letra fuera en italiano, parecía esa canción que decía algo del amor que está tan lejos, amor lejano, amor tan lejos, alguna cosa así, pero también era parecida a esa otra que cantaba aquella chica de voz gruesa.  Recordó vagamente que alguna vez algún amigo, le había dicho que todas las canciones son la misma.

Pelotti dejó la canción en la cola de un banco y se la quedó una señora que tarareaba de a ratos, mientras decía cosas sobre el tiempo que le hacen perder a una, sobre que no hay respeto, sobre éstos qué se creen, y entonces el ritmo del enojo le apuró un poco el ritmo a la canción y la volvió tan pegadiza que al final fueron muchos los que se llevaron retazos de la melodía y la repartieron por las calles.  Hasta el cajero la silbó mientras recontaba el dinero con la máquina, mientras esperaba que los billetes pasaran uno a uno antes de poner el otro fajo.

Así multiplicada y deformada, no es muy fácil saber en dónde fue que encontró Tino la canción de Elías, y como la llevó escondida hasta el silbido, hasta el click del conmutador, hasta el fogonazo traído de otro mundo.

Ella, un poco sorprendida, está tentada de creer en esta historia (esta historia tan de Mara) de creer en la melodía viajando desde la muerte hasta la vida, en esa canción tan vieja rescatando la vida de la muerte.

(O mejor, como Mara va a decirle, rescatando la vida de la vida.)

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