El cuarenta y ocho
Uno cree que conoce a la gente pero no, pero casi nada.
Lo que uno ve de vez en cuando es un perfil, un fragmento, una versión de muchas, y después de tanto encontrarse casi siempre en los mismos lugares, después de repetir los mismos ritos, la misma forma de saludarse, las mismas bromas, a veces esa misma incomodidad que te hacen sentir algunos, te parece que ya los conocés bien. Pero no, pero en serio que casi nada.
Me pasó con Rosa. Te digo de ella nada más que porque fue otra situación que me hizo saltar las alarmas. Rosa es la que está en esa oficinita chiquita del segundo, es la que lleva la papelería de balística, una rubia alta un poco narigona, no sé si la habrás visto. Si tenés que conseguir que algún informe te salga rápido lo hablás con Rosa y listo, ella te dice lo anoto y al otro día lo tenés. Pero lo que te quería contar es que Rosa vive de buen humor, vive diciendo barbaridades con doble sentido, juega constantemente a que te tira onda y te dice papito, qué suerte que viniste, una diosa, vos venís medio loco con los problemas que tenés y Rosa te hace reír, te salva la mañana.
Va que un día hablando con el pelado Lovaisa me entero de que la mina tenía un camión de quilombos, que había un tipo que la cagaba a trompadas y que después se separaron pero que para colmo tenían una pendeja y el tipo medio la chantajeaba, viste cómo es ese asunto, jugaba al papá bueno y la nena se quería ir con él, así que era el cuento de nunca acabar porque ella se había separado pero el tipo aparecía cada dos por tres y ella otra vez a hablar con el fiscal y con el juez. Decí que la Rosa conocía gente y entonces el tipo se cuidaba, pero su vida era un calvario, siempre tironeando para mantener la distancia, siempre viendo cómo manejar a la pendeja que le decía a cada rato yo me quiero ir con papá. Un desastre de vida.
Te cuento lo de la Rosa porque uno piensa que conoce a la gente, qué problema puede tener esta mina que anda siempre de primera, sonriéndole a todo el mundo, bancándose los malos humores que a veces le llevamos todos sin darnos cuenta, porque viste que cuando querés conseguir que los de balística muevan el culo es una tortura. Y resulta que no conocés nada, que le conocés nada más que un personaje, una versión de tantas.
Del pibe ya te conté, ese fiscal que cada vez que lo encuentro en un pasillo yo le digo pibe y él me contesta viejito y nos reímos como si fuera la primera vez, pero qué va a ser la primera, si cada vez que nos cruzamos, pibe, viejito, y así sería la próxima vez también, seguro que sí.
Con él la cosa empezó una vez que vino a mi oficina y yo no lo había visto en la puta vida o a lo mejor sí y no me acordaba, andá a saber. Se quedó ahí paradito esperando que lo atiendan y nadie le daba ni cinco de bola, entonces yo me levanté y le pregunté vos a quién buscás pibe y él me mira y me dice que lo buscaba a uno que era jefe en esos tiempos, ahora ya se jubiló creo, uno que estaba en una de esas oficinas con vidrios, así que yo le dije ya le aviso y obvio le pregunto de parte de quién y ahí me dice el fiscal Aranda y yo que me puse colorado, imaginate, disculpe Doctor, no lo reconocí. Pero el tipo re buena onda, me dice lo que pasa es que doy pendejo porque me cuido viejito, así que nos reímos y de ahí en más, cada vez que nos cruzamos en un pasillo qué hacés pibe y él qué hacés viejito.
Resulta que viste que todo se comenta, así que un día me cuentan que Aranda andaba en cualquiera, metido con unos narcos, pero que tenía contactos políticos así que todo el mundo se hacía el boludo, así que el pibe tan buenito y tan humilde resultó ser flor de pendejo. Y uno se cree que conoce a la gente.
Pero lo que te iba a contar es lo del Ciego Ramírez que era el médico que estaba antes en la fiambrera, un tiempo llegaste a trabajar con él creo, lo llegaste a conocer, bah, en realidad a conocer es una exageración, porque qué sabés vos realmente del Ciego? ¿qué llegaste a descubrir de él? No me digás, dejá que yo te lo digo: supiste que andaba siempre con cara de culo y que esos lentes no lo ayudaban a caer precisamente simpático, supiste que no te mira de frente cuando te explica alguna cosa y que hay que hacerle veinte preguntas para sonsacarle veinte palabras, te acordás que se limpiaba los mocos con la mano y después la mano con el guardapolvo blanco que ya tenía esa parte de abajo media percudida, que ya no le quedaba nada de blanca, sabés que para hacerlo hablar un rato había que cargarlo con Boca y entonces ahí sí, enseguida le salía el salí gallina puto y el andaalaputaqueteparió así todo junto y sin respirar y sabés también que sólo era en esas charlas futboleras que se reía un poco, pero nada más que un poco, no es cuestión de exagerar.
Pero escuchá. Resulta que una noche lo voy a ver al Ciego y – sorpresa – termina hablando todo el tiempo sin parar, me cuenta cosas delirantes de los fiambres, hablaba y no se lo podía hacer callar. Y no es que esa noche yo haya hecho nada especial, digamos que fue como una casualidad, andá a saber qué bicho le había picado. La cosa es que se puso a hablar y no se lo podía hacer callar.
Llegué, le pregunté un par de cosas sobre un fiambre que había aparecido apuñalado y el ciego que contestaba puede ser, sí, capaz, cosas así, y yo entonces le pregunto de cordial nomás y a modo de previa de la despedida si estaba muy embolante la noche y él no, para nada, y yo que insisto qué se yo por qué, para romper esa cosa incómoda de hablar con Ramírez y sus silencios supongo, y le digo medio en broma que sí, que seguro es un embole acá porque nadie te habla. Y entonces él que me mira y me dice no te vayas a creer, mirá que los muertos hablan.
Yo lo relojeo a ver si se estaba riendo y no, entonces supongo que el Ciego se refiere a aquella vieja máxima que repiten los forenses de todas las películas, eso de que los cadáveres te dicen cómo se murieron, que te dan pistas pero no, ahí nomás Ramírez sigue la frase que había dejado colgada en una pausa y dice se la pasan toda la noche contándome cosas.
Yo, imaginate, diciendo tragame tierra, qué le pasa al Ciego. Medio me sonrío pero poquito, para no ofender y le pregunto cómo que cuentan cosas ¿los muertos? vas a tener que jugar el cuarenta y ocho, le digo. Pero él como que no escucha nada, ni cinco de bola, sigue hablándome como si yo no le hubiera dicho nada.
– Algunos hablan demasiado, a veces me molesta que hablen tanto, pero no los podés hacer callar. Al fin y al cabo los tipos están muertos.
Yo lo miro y me doy cuenta de que tengo que decir algo y de que mejor ni se me ocurra reírme, así que le hablo como le hubiera hablado a un chico que te dice algo sorprendente y no tenés que pincharle el globo.
– ¿En serio Ciego? ¿Cómo que te hablan? ¿De qué te hablan?
La verdad es que yo le preguntaba pero para qué, porque el Ciego ya no me estaba prestando atención, se lo veía como ido, así que sigue nomás con lo que venía diciendo de que te hablan demasiado y no los podés hacer callar y me confiesa que lo peor es que repiten y repiten siempre lo mismo, te cuentan lo mismo pero desde diferentes ángulos y llenos de si yo hubiera hecho esto, si yo hubiera hecho lo otro.
– Pero no es que hablen de toda su vida – me dice y se acompaña con un gesto de amplitud con las manos – repiten y repiten la misma historia, algo que casi siempre les pasó hace mucho, que postergaron un viaje y que eso les hizo perder algo importante, que le dieron bola a una mina o a un tipo o que no le dieron bola, que se fueron de la casa o que se quedaron, que lo mandaron a la mierda o que no lo mandaron a la mierda. Andá a saber por qué les da por hablar, será que se aburren ahí duritos y con este frío.
Te juro que el Ciego era otra persona contando, no lo habrías reconocido, tenía la cara como iluminada detrás de esos lentes que usa, hablaba muy preocupado sobre lo que le contaban los muertitos y me miraba a los ojos, bien fijo a los ojos. Que yo me acuerde ni una sola vez le vi hacer eso de sacarse los mocos y secarse la mano en el guardapolvo, ese gesto tan incómodo que casi siempre repetía entre monosílabo y monosílabo.
– Había uno que se acordaba de alguna cosa con la madre – me contaba el Ciego – ahora yo no me acuerdo de todo lo que me decía pero sonaba medio a tango, la verdad algunos son un lamento y todo el tiempo te repiten lo mismo. Había una que me contaba de un lío con un jefe y me decía que la verdad lo tendría que haber matado, pero eso no se puede, una pena, me decía, eso no se puede. Y están los que hablan de amores, claro, siempre aparecen los amores, los despechos, las historias que no fueron y debieron haber sido, las que sí fueron y que para qué.
Es como que Ramírez se impresionaba no tanto de las cosas que contaban sino de cómo las contaban. Trataba de explicarme pero se ve que le costaba.
– Era como que todo tenía tantas formas de ser visto, desde acá, desde allá, desde arriba, desde abajo, le daban vuelta al asunto para contar otra vez siempre lo mismo. Pero no era sólo eso, no eran sólo los posibles puntos de vista, era también el hecho de que tantas cosas podrían haber sucedido a partir de allí, tantas cosas podrían haber sido distintas. No eran historias planas – me explicaba ayudándose con las manos, moviéndolas con una energía que nunca antes le había visto – eran tridimensionales, como llenas de entrecruzamientos, de bifurcaciones, de posibilidades.
Si te vieras la cara que ponés. Estoy seguro de que no te lo podés imaginar al Ciego diciendo todo eso y para colmo con esas palabras tan rebuscadas y ayudándose con gestos él, justo él que era tan parco, acentuando para tratar de explicarse, para tratar de hacerse entender. A eso me refería cuando te digo que uno sólo conoce personajes, que la gente está llena de otros personajes adentro que uno ni sospecha. No sé si esa la forma de decirlo, pero lo más seguro es que no haya ninguna forma de decirlo como se debe, así que quedate con esa.
Contó un montón y a mí ya me había llamado la atención que nunca le contaran cómo se murieron, me parecía que era un momento clave de la vida, un momento terrible, algo que uno debería querer contar. En algún momento se lo debo haber preguntado o a lo mejor no, porque era él casi siempre el que hablaba y hablaba y me contaba de uno que a él le parecía que era medio mentiroso, que inventaba cosas locas, historias increíbles, y de otro que le quería contar algo pero que le daba risa y no podía y de otros que eran un bajón, tristes decía él, llorosos, insoportables. Una piba nomás le contó su muerte con lujo de detalles.
– Me dijo que ese chabón la tenía apuntada desde hacía mucho, ese hijo de puta que al final la violó y la mató. Me la tuve que bancar contando la escena una vez y otra y siempre diciendo cómo no me di cuenta de que eso iba a pasar – hizo una pausa y me dijo como explicándola – Seguro que la pendeja no tenía muchas más historias que contar porque era muy piba ¿de qué otra cosa me iba a hablar, pobre, si había vivido tan poquito?
Yo que sí viví bastante, te voy a ahorrar lo de la bala que no vi venir seguramente porque como viví bastante, minga de agilidad y de reflejos. Pero ya que estamos acá solos, no quería dejar de contarte lo del Ciego, qué se yo, porque vos trabajaste con él y la historia te puede sorprender un poco, no?
A lo mejor por eso es que te lo cuento, porque seguro que sí, seguro que la historia te sorprende un poco, o a lo mejor es nada más que porque de algo hay que hablar mientras se está acá durito. Y con este frío.
Lindo y entretenido cuento. Sorpresivo final. Me recordó a una charla que tuve con el lince Kovacevich hace muchos años en Rosario. El lince -actor a tiempo completo- me dijo que todos actuamos en todo momento…pasa que no lo sabemos. Un abrazo Miguel
Impecable esa primera persona, sorprende
Miguel, me gustó. Saludos