La puta casualidad

Es bastante impreciso el momento en el que la historia empieza, el momento inicial que la construye y que la convierte en una historia que merezca ser contada.  

La tentación es dibujar los hechos mentalmente en una línea de tiempo y organizarlos en una prolija secuencia y entonces ahí encontrar la primera sospecha de lo que va a pasar y ahí, en ese punto, marcar un punto rojo y escribir principio. 

Pero ya enseguida ves que no, que ese lugar arbitrario que marcaste en rojo para empezar desde ahí a contar tiene ya sus prólogos, sus anticipos, sus innumerables antes que podrían ser también los principios de la historia  y entonces es ahí que toma forma la idea de que a lo mejor la historia no empezó hasta ese momento en que terminó, que recién fue ahí,  en su desenlace, en ese exiguo momento de confusión y de balazos cuando tuvo sentido preguntarse los por qué y los cómo, que fue ahí donde nació por fin la razón para contar.

Algo así fue lo que le pasó a Heredia cuando salió del coma y con parsimonia de resaca empezó a reconstruir lo que había pasado: primero el ruido y los fogonazos, la escena luminosa del tipo de gorra disparando, inesperadamente disparando, una cámara que lo muestra en retroceso a él llegando al bar con el Chapita Ríos, a los dos escondiendo esforzadamente la sonrisa que se les escapa porque ya se imaginan como los va a putear Gauna cuando los vea.  Y más atrás – o sea antes, o sea después en esa secuencia en reversa – de nuevo ellos y el Chapita diciendo sabés lo que vamos a hacer, porque al Chapita siempre dice sabés lo que vamos hacer cuando se le ocurren cosas así y entonces él pregunta qué boludez importante se te ocurrió ahora, porque ese es su papel, porque esa es la línea que le toca.

Cuando el Bombi se enteró de lo que había pasado también empezó por el final, aunque sus pensamientos saltaron más rápido a lo mejor porque en vez de ralentizadas por los calmantes, sus neuronas estaban aceleradas por la droga.  Primero pensó en el pibe sentado en el bar y en la yuta que qué carajo tenía que estar haciendo ahí y enseguida pensó en él mandándolo al pibe a esperar en el bar con la pistola como que fuera la gran misión mientras le guiñaba el ojo al Negro que apenas sonreía, Negro hijo de mil puta, todo porque el pibe estaba cagado y entonces le dijo Bombi hacele el cuento.  Y también tuvo tiempo de pensar en esa reconstrucción en retroceso, que a lo mejor en alguna lejana juventud al Negro también le habían hecho el cuento.

Se acordaba bien de que el pibe estaba sentado tranquilo y calladito, acentuando esa timidez que a veces parece un exagerado respeto, una especie de adoración impostada, tan impostada que hasta era como que te estaba cargando mientras te traía el mate metiendo un poco la cabeza adentro del cuello y sin decir nada, mientras esperaba que lo agarres y después, también sin decir nada, esperaba que se lo devuelvas.

Fue el Negro el que le había dicho el día anterior mientras organizaban ahora ya no se acuerda ni qué, le había dicho qué vas a hacer con el pibe, y él había hecho un gesto como de está crudo y le había dicho qué le vas a pedir a ese pendejo si tiene un miedo del orto y ahí el Negro le había dicho dale, hacele el cuento, y él lo había mirado y se había reído fuerte como siempre se ríe el Bombi, ocupando todo el espacio en el que puede dilatarse la risa y después, sacudiendo la cabeza de acá para allá, Negro, la concha de tu madre Negro, pobre pibe.

Ahora, cuando le está trayendo otro mate, le pregunta como al pasar pibe te le animás a una y el pendejo qué y él Bombi que tengo un laburito y el pibe – que se llamaba Lucas – claro, como no.  Y él reafirmando: una pavada, pero para que vayas viendo cómo es el tema. 

Después, cuando al Bombi le contaban qué pasó, lo de la yuta llegando al bar y todo el asunto de los tiros, después de que pensó para atrás, decidió instalar ahí el principio de esa historia, justo ahí cuando le dijo al pendejo tengo un laburito, justo ahí cuando el pibe – Lucas se llamaba – puso esa cara un poco más seria y podía verse que estaba orgulloso o a lo mejor asustado, pero más brilloso que antes, más luminoso que un minuto antes que lo único que había era ese respeto exagerado que hasta parece que te está cargando.

La verdad sea dicha, Heredia nunca se lo bancó al Chapita.  Le tocaba de pareja muy seguido, así que paseaban con el Focus despacito con las luces azules del techo a todo trapo y hablando de cualquier cosa.  No estaba seguro de por qué lo soportaba, a lo mejor le gustaba esa manera de reírse con franqueza, como que el tipo no escondía nada.

A veces Heredia opinaba que el Chapita no era tan mal tipo aunque sí, al que le preguntaba, le juraba que era insufrible, porque resultaba cansador que viviera inventando a cada rato alguna boludez para quedar en el centro del escenario, algún jueguito más o menos sádico para molestar a alguien y llamar la atención.  Pero otras veces se pasaba y ya no le caía tan simpático. 

Cuando caía alguna puta y ellos estaban de guardia él no se conformaba con un polvo, siempre tenía que hacer algo para dejar a la mina en ridículo, nada terrible, pero sí innecesario.  Y él a veces le decía pará Chapa, ya está bien, cortala, pero por ahí era mejor callarse o seguirle la broma y decirle qué boludez importante se te ocurrió ahora, que al final era lo que casi siempre decía. 

No estaba seguro de por qué lo soportaba, a lo mejor lo asustara un poco que no pareciera tener límite, como cuando se puso a bailar con la escoba delante de ese traba que llevaron de madrugada y que decía no, pobre, decía no y se ponía blanco como un papel mientras Chapita jugaba con la escoba y decía mirá qué pija, mirá putito, mirá que pija larga tengo.  A lo mejor era eso, a lo mejor el Chapita lo asustaba un poco.

Y esa noche la puta casualidad de que lo ven a Tontín con una mina en la vereda del bar tomando lisos.  Tontín en realidad se llamaba Gauna y era un vigi  que había llegado hacía un par de meses y que estaba literalmente pagando el derecho de piso, se comía las peores guardias y los peores horarios y siempre se encontraba con alguna sorpresa en el casillero, como el porro que le había dejado Chapita – siempre Chapita – que después contaba le dejé a Tontín un porro grueso como una poronga, así era, decía, y hacía un círculo amplio con el pulgar y con el índice que quedaba en primer plano, por delante de su sonrisa grande y franca.

La cosa es que pasan y Chapita que venía manejando le empuja el hombro y Heredia que lo mira y Chapita que dice mirá boludo y empuja con el mentón para que Heredia sepa para donde,  miralo a Tontín con esa mina que la rompe, le dice, y Heredia chau, la camisa a cuadros que tiene el Chabón y Chapa qué hijo de puta, miralo al tontito la rubia que se está cogiendo.

Arbitrario o no,  la marcha atrás que seguiría a su anestesiado despertar, el esforzado trabajo de reconstruir la secuencia de las cosas después de unos días en coma y casi muerto, llevó a Heredia a decidir que fue ese momento y no otro el verdadero principio de la historia, el Chapa Ríos descubriéndolo a Tontín en una mesa de la vereda y la inmediata boludez importante que se le ocurriría: vamos a detenerlo.

Los policías que llegaron un par de minutos después de los tiros vieron en la vereda del bar las mesas y las sillas repartidas por el piso, sacadas de su vertical por la loca desesperación de los que escapaban y por la caída desarticulada de los cuerpos alcanzados por los tiros, la sangre arrastrando pedazos de vidrios, los rostros desencajados de los testigos, de los que querían contar fue el de gorra y también que había dos policías y también que estaba el pibe ese de la camisa a cuadros, ojo, que debe ser de la banda, algo que ver tiene seguro, y los gritos lastimeros de un mozo apoyado en la pared que repetía como una cantinela la concha de la lora, hijos de puta, son unos hijos de puta.  Esos policías que llegaron bastante antes de que llegaran el fiscal y un inspector y vieron todo eso, no hubieran podido imaginar cómo fue que empezó todo. 

¿Pero cuando fue que empezó todo? Para el Bombi el principio lo provocó él y fue cuando le dijo al pibe tengo un laburito, aunque si se hubiera esforzado un poco podría haber pensado en que lo de hacerle el cuento al pendejo el Negro se lo había sugerido el día anterior, y que tampoco había dicho esta boca es mía mientras se sonreía y lo escuchaba al pibe preguntar cómo era la cosa y al Bombi explicarle detalladamente que tenía que llevar ese chumbo que era una nueve, que tuviera cuidado, que funcionaba así y así, y que iba a pasar un rubio que se llamaba Santi y que le iba a decir la trajiste y que él tenía que sacarla del bolsillo y pasarla por debajo de la mesa así envuelta en la gamuza como estaba.  Y no dijo nada tampoco – Negro hijo de puta – mientras le decía ojo está cargada, lo único que tiene es este seguro. 

Y si el Bombi hubiera pensado un poco más se hubiera dado cuenta no sólo de que antes estaba el Negro diciéndole hacele el cuento al pendejo – y seguro que al Negro de pendejo le habían hecho el cuento – también estaba ese pequeño detalle de que el tiempo lo había convertido a él mismo en un viejo pelotudo siempre pasado de merca que se aburría  mucho, y que a lo mejor por eso le hacía el cuento al pibe, para pasar el rato.

Heredia tenía para él otro principio y era ese momento en que lo vieron a Tontín con la rubia en el bar.  No le importó pensar que ya hubiera toda una historia que impedía que le cortara el mambo al gracioso del Chapa Ríos que siempre se salía con la suya con sus boludeces importantes y que por eso esta vez tampoco había dicho nada cuando se le ocurrió vamos a detenerlo y entonces dobló la curva del bar acelerando un poco y empezó a reírse y a planear nos bajamos con las cartucheras desprendidas y le decimos vos sos Gauna, poné las manos arriba de la mesa, le decimos, y le leemos los derechos como en las series norteamericanas para armar todo el circo y lo subimos esposado al patrullero, dale?, papelón y medio le hacemos pasar al nabo de  Tontín. 

Y no le dijo nada tampoco mientras Ríos manejaba el auto dando la vuelta a la manzana hasta frenar haciendo chirriar exageradamente los neumáticos otra vez frente al bar, a lo mejor porque le caía simpático y a lo mejor porque le tenía un poco de miedo, vaya a saber uno.  Apenas esa repetida frase, su línea en la escena, qué  boludez importante se te ocurrió ahora, un poco preguntando y un poco afirmando con tono de cansancio para que suene como parte de la broma.

La actuación debe haber sido muy convincente – la frenada ruidosa del Focus con sus luces azules en el techo, los portazos al bajarse,  la actitud vehemente de los policías – porque aunque ninguno de los testigos pudo contar después qué cara pusieron Tontín Gauna y su rubia compañera de salida, todos estaban seguros y le repetían sin dudar al fiscal y al oficial a cargo que el pibe de la gorra sacó el arma y disparó antes de que Ríos y Heredia llegaran a decir ni una de las palabras con que habían guionado mentalmente la comedia que ahora terminaba en tragedia, que el pibe se había levantado con la nueve empuñada con las dos manos y que había tirado cuatro o cinco veces seguidas.

El Fiscal se llamaba Díaz Arroyo y tenía una remera rosada con los dos botones abiertos, las manos colgadas de los bolsillos del vaquero y un gesto de aburrimiento que disimulaba con movimientos afirmativos mientras lo escuchaba a Gauna explicar que uno de los disparos había golpeado como un puñetazo en la cara a Ríos y que otro lo había revolcado a Heredia, pero que ese debe haber sido más o menos simultáneo con el tiro de Heredia que recibió el pibe en el medio del pecho.  El Oficial seguía el discurso de Gauna con los brazos cruzados sobre el pecho y de vez en cuando la miraba a la rubia que cada vez que se pasaba la mano por la cara para correr lágrimas y mocos dejaba más a la miseria su maquillaje.  Su pelo desordenado dejaba ver las huellas del largo apretujón contra el pecho de su acompañante, que sin duda había seguido al susto brutal del tiroteo.

Más atrás, el mozo que ya no gritaba, que apenas susurraba algo inteligible mientras movía la cabeza de un lado para el otro mientras uno de sus compañeros le pasaba un brazo sobre los hombros y le decía quedate tranquilo, no seas boludo, te tenés que tranquilizar, ya pasó todo, quedate tranqui.

El Bombi después también pensaría en el pibe – Lucas se llamaba – y en su reacción tan enloquecida, qué bicho le habrá picado para descargarles la nueve a los dos gorra y lo mismo le pasaba ahora al Tontín Gauna que también daba vueltas al asunto para explicarles al Fiscal y al Oficial pero tampoco lograba responder por qué el pendejo había reaccionado así, si se había asustado por la forma en que habían aparecido Heredia y Rios que habían llegado medio a lo loco, con frenada y todo, o si ya los estaba esperando.

La cosa es que el pendejo se levantó y metió bala una atrás de la otra, medio al tun tun nomás, pero no era difícil pegarle a algo, estaba todo tan cerca, más que nada Heredia y Ríos que estaban parados a su altura, dice Gauna, porque nosotros estábamos sentados más abajo, aclara,  y mientras habla gesticula y marca con su mano las alturas a las que va refiriendo mientras la rubia se agarra más fuerte de su brazo. 

Y el Chapa Ríos la ligó primero, explica marcándose el punto en la frente en el que entró el disparo, pero Heredia llega a desenfundar y se la pone al pibe que estaba tan cerca, remarca Gauna al que algunos le decían Tontín, mientras la rubia aprieta más sus dedos a la altura de los bíceps del vigi nuevo que cuenta entusiasmado, dibujando los tonos para remarcar el drama, ajeno al susurro del mozo que a pesar del abrazo de su compañero, a pesar de su consuelo repleto de palabras tranquilizadoras, sigue repitiendo ahora en voz tan baja la misma cantinela: la concha de la lora, hijos de puta, son unos hijos de puta.

En la vereda del bar algunos sacan fotos, otros hablan con testigos y toman nota y otros se dedican a alejar curiosos que dicen mirá, hay muertos, mirá, mientras se copian los gestos de asombro.  Por debajo de todo ese movimiento lleno de acción y de vida casi que ya se pierde de vista la locura de vidrios y de sangre, las sillas y las mesas por el suelo, el cuerpo de Chapita Ríos con su cara deformada, el cadáver del pibe bocarriba con los ojos abiertos.

Pero ahí en esa vereda había empezado esta historia o a lo mejor ahí se habían convertido en una historia el aburrimiento del Bombi y las cosas que el Negro esconde – porque seguro de pendejo le hicieron el cuento – y la violencia disimulada detrás de la risa franca de Chapita y el silencio cobarde de Heredia y el enojo del pibe – que se llamaba Lucas – la locura contenida de sus quince años de respeto y de meter la cabeza adentro del cuello para pasar desapercibido, para que no lo vieran, para que no lo jodan, hasta que alguna vez la locura explote en una nueve entreverada en los imprevisibles juegos de la suerte.

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