Un vaga noción

      Por supuesto que después aparecieron los revisionistas, sobre todo después que los turistas del tiempo se hicieron menos frecuentes y ya nadie les prestaba demasiada atención.  Pero a mí no me van a sacar de la cabeza que eso era un verdadero desastre.

      No sé si lo recuerdan, pero todo empezó con una noticia chiquita en la página 17 de los periódicos de la mañana.  Un doctor de apellido demasiado complicado, en una universidad que nadie nunca había escuchado nombrar, había descubierto un principio de traslación temporal o algo por el estilo.  Lo cierto es que nadie le dio demasiada importancia.

      El doctor Jeniffer parecía ser alguien mas respetado en el mundo de la ciencia.  Aparte de que era de Harvard y eso de por sí es una credencial, este tal Jeniffer debía tener algunos contactos mas sólidos porque su cara no faltó en ningún noticiero de la noche acompañada de su cerrado inglés que ni siquiera la traducción hacía comprensible. ¿Quién podía entender siquiera el principio del Principio Heyter?  ¿Quién podía imaginarse el desarrollo helicoidal de las ondas temporales?  Y ni que hablar, claro, del abismo del espacio tridimensional, frase que para colmo no dejaba de sonar algo impresionante.

      Y entiéndase, no es que yo no comprenda a los revisionistas, no es que no me dé cuenta de que se siente alguna nostalgia, pero siempre los recuerdos son así y si uno quiere ver la historia con un solo ojo se pierde de ver la mitad.  Y yo, que me jacto de recordar toda la historia, juro sin dudarlo que eso era un verdadero desastre.

      No son solamente las anécdotas que se cuentan a la hora de la cena, como esa del que mató a su propia madre.  Yo creo que cuando los revisionistas exageran estas cuestiones disfrazan con descaro la verdad, hacen bailar a todos con su propia música para que nadie se acuerde de que todo era un gran lío, para que todos se olviden de que la máquina puso todo patas para arriba.

      No voy a negar que la primera época fue positiva, que hubo algunos adelantos importantes durante el tiempo en que Jeniffer aparecía de vez en cuando en los noticieros respondiendo evasivamente las preguntas de los periodistas desde la escalinata del gigantesco edificio en que estaba alojada la máquina que casi nadie había visto.  Se ajustaron los libros de historia, se hicieron algunos ensayos experimentales que no trajeron grandes cambios.  Las computadoras registraban los efectos y algunos ignotos hombres de ciencia los analizaban a través de sus anteojos con el gesto aburrido y bostezos rutinarios.

      Nunca se sabe cómo pasan esas cosas.  Al fin y al cabo los funcionarios se corrompen, los científicos son también hombres con ambiciones y no dudan a veces en cambiar sus bostezos por una vida de descanso, pieles tostadas y caribe.  Las primeras Heyter eran un lujo de millonarios, demasiado caras y de manejo demasiado complicados;  los pocos problemas que causaban, los ligeros cambios que notaban algunos memoriosos, no eran para nada una complicación insalvable.

      Fue cuando las Heyter se hicieron económicas, livianas y de fácil manejo, cuando se pudieron comprar en cualquier negocio al precio de una heladera y en cuotas, cuando sus luces de navegación adornaron el living de cualquier hogar que se preciara.  Entonces empezaron realmente las complicaciones mal que les pese a los que quieren acordarse nada más que del romanticismo, del placer de la aventura, de la mitad de la historia.

      Que había tema para hablar nadie puede dudarlo.  Aquel asunto del que mató a su madre ocupó metros de video y sirvió para vender millones en publicidad y para que conocedores y charlatanes de todas las ciencias y de las mas variadas aptitudes se pa-searan por los estudios de televisión.  Los psicólogos hicieron hincapié en las características de este buen adolescente -que no tenía problemas de conducta, señalaban- que cansado de las prohibiciones que debía soportar en su casa decidió usar la Heyter pa-ra fines non sanctos.  No se pusieron de acuerdo sobre si había habido intención de suicidio, él no podía imaginar lo que pasaría, decían algunos, lo que importa es el perfil neurótico, decían otros, y defendían con esos argumentos alguna de las dos teorías y su propio derecho a estar delante de las cámaras hablando del tema.

      Los de homicidios fueron invitados también y pusieron su propia discusión al aire.  Era lógico que hubiera muchas visiones del asunto, pero lo más novedoso sin duda alguna en este aspecto, fue la decisión del juez que cerró el expediente alegando que el crimen había sido cometido en otra “juridicción temporal”.

      Pero fueron los discípulos de Jeniffer los que encontraron más motivos para hablar y escribir en cantidades industriales. El hecho, para ellos, no era que el adolescente hubiera viajado al pasado para matar a su madre, ese era un detalle nada más que anecdótico.  El verdadero punto negro era el que surgía de los diarios de la época en que la madre había sido la “niña arrollada por un auto mientras jugaba en la vereda frente a su casa”, en los que se leía claramente que el conductor del auto jamás había sido encontrado.  Recién hoy se podía suponer que era su hijo adolescente de viaje con su Heyter.  El doctor Alonso lo ponía en estos términos: “Algunos juristas hablan de homicidio y suicidio simultáneo, pero lo cierto es que técnicamente hay que afirmar que el suicida-homicida no existió nunca en realidad pues quien iba a ser su madre murió siendo todavía impúber.  La pregunta que hoy no puede todavía responderse a ciencia cierta, el verdadero punto es el ‘quién’ conducía el auto si el conductor en verdad nunca llegó a existir” (“Puntos oscuros del Heytertravel” pag.228 R.Alonso).

      De cualquier forma de este caso hablan los revisionistas en cualquier mesa de café o en cualquier tratado que hable del tema.  Llamo la atención sobre este punto porque puede parecer que esto los hace menos revisionistas, lo que no es para nada cierto.  Ha-blar de esto es lo que tiñe sus medias verdades de verdades absolutas, los viste de objetivos que aceptan que había problemas y valida su aberrante teoría de que “en general” no había complicaciones.

      Ellos se cuidan, claro, de hablar de los problemas en las familias.  ¿Cuántos chicos se perdieron en el tiempo producto de un descuido de sus mayores, antes de que se desarrollaran sistemas más o menos eficientes de búsqueda?  ¿Cuántos chicos se esca-paron de sus casas por la atractiva y luminosa portezuela de la máquina?

      Los revisionistas ni siquiera hablan de eso, asi como tampoco hablan de los desquicios económicos que planteó la traslación temporal a tan bajo costo.  Al principio, es cierto que no había problemas.  Mientras eran un puñado los que viajaban, las compras que realizaban en el pasado no traían convulsiones económicas, pero no pueden no acordarse de que después hubo grandes problemas con las monedas, aparecieron economías desquiciadas en el presente por novedosos problemas en el pasado ocasionados por los viajeros en tour de compras.  La teoría de la “interestabilidad mecánica” desarrollada en detalle en 500 folios por un conocido economista japonés y presentada con gran pompa en un congreso internacional, se vino abajo como un castillo de naipes después de la compra masiva de oro llevada adelante en el pasado por un desaprensivo dictador de un país del tercer mundo.  Y al desván con la “interestabilidad”.

      Pero lo mas terrible si se me permite, eran los cambios que se producían en el presente producto de cambios que simultáneamente se realizaban en el pasado, y la vaga noción que se expresaba en confusión y en tendencias francamente esquizofrénicas.  Karl Adam planteaba que “el medio recuerdo que conserva el sujeto después de que la realidad ha sido cambiada no puede compararse a un sueño olvidado, lo más serio es suponer que puede acarrearle en el futuro trastornos psíquicos complejos” (“Un enfoque moderno del psicoanálisis” pag.23 K.Adam).

      Se habló mucho en su época del caso de Luis Maesse que de vuelta del trabajo no podía localizar su casa.  El tema fue muy comentado porque Maesse aseguraba que su casa quedaba en una manzana en la que a vista de todo el mundo se alzaba un gran shopping center.  Consultados los archivos de la policía, se descubrió que Maesse vivía en realidad a quince cuadras del lugar y se verificó que la llave que tenía en el bolsillo coincidía perfectamente con la cerradura, pero a pesar de eso Maesse juraba no conocer esa casa y lo que era peor, no conocer a quien se le presentaba como su mujer.  Por supuesto que el caso se catalogó de amnesia, pero nadie dejó de tener en cuenta que la mujer de Maesse declaró a la radio que tenía una vaga noción de que Maesse no había sido su esposo, una sensación de que algo raro pasaba.

      Karl Adam contaba con detalle un caso: “Algunos pacientes parecen retener con más confusión que otros hechos de anteriores realidades.  Un caso atendido en la clínica Braden de Munich experimentaba gran angustia cada vez que preguntaba a sus relaciones por mujeres equivocadas, por hijos que jamás habían tenido o por parientes que habían muerto hacía años y optaba por autoconvencerse de que había sido un error, pero insistía bajo hipnosis en que sus equivocaciones no lo eran.  Padecía una gran culpa por eso, lo que le acarreaba serios problemas para atender su oficio de banquero.  No hubo ni hay otra explicación clínica que satisfaga: su subconsciente no se ajusta a los cambios producidos por el Heytertravel” (ob.cit.pag.126).

      A esta altura los revisionistas deben removerse en sus sillones pidiendo a gritos que hable de lo positivo.  No voy a caer en la trampa para que me devuelvan mi acusación en forma de boomerang. ¿Quieren que hable de los turistas y sus viajes que traían los trastornos que describen con tanta precisión el doctor Adam?  ¿Quieren que hable de los divertidos viajes de compra que provocaban desabastecimiento en el pasado y traían complicaciones en el presente?  No señores, hasta las películas de terror tienen partes cómicas, pero no por eso dejan de ser terroríficas. Punto y aparte.

      Claro, a no ser que ustedes quieran hablar de los experimentos como el que llevó adelante el FBI.  Un detective de segunda llamado Dover o Hover, no recuerdo bien, tuvo la genial idea.  Teniendo la Heyter no habría mas asesinatos, el asesino podría ser capturado momentos antes de que cometiera el hecho hasta ese momento inevitable.  La ley se aprobó un lunes con gran escándalo periodístico: “En nuestro país, basta de crímenes” tituló el New York Times a media página.  El primer caso se trató ese día y el genial detective y un inspector de primera fueron enviados en misión oficial al anterior domingo.  Pero ningún juez quiso librar la orden de captura porque no había “pruebas ni ley en que ampararse” y los dos policías, a ese punto desesperados, fueron a verse a ellos mismos.  Sus dobles del pasado les dieron muestra de gran comprensión, pero no pudieron hacer más que los jueces.  Con los crímenes cometidos el martes tuvieron mas suerte, es verdad, y pudieron evitarlos, pero fue imposible que los trastornos del do-mingo se filtraran a la prensa -a la del domingo y a la del martes- lo que se convirtió en una especie de luz verde para los homicidas en potencia.  Ese oscuro día domingo marcó un record de crímenes, algo asi como seicientos mil (solo en el estado de Nueva York) y fue declarado duelo nacional.  Es posible que hoy, todavía, se estén cometiendo crímenes ese fatídico día domingo.

      O los señores revisionistas quizás, quieran hablar de aquel joven irlandés que desarrolló un sistema de ecuaciones con el que logró trasladarse él mismo diecisiete veces a un mismo punto temporal y realizar una “cena de encuentro”.  Pero tendrán que decir también que fue imposible redistribuirlos con precisión y que tres versiones convivientes del desafortunado joven disfrutan su locura en una clínica londinense especializada en el tema.  O a lo mejor recuerdan con nostalgia los experimentos de las oficinas de inteligencia y sus métodos temporales para convertir opositores políticos en fanáticos del gobierno de turno.  Y la lista, ustedes lo saben, podría seguirse.

      Es por eso que no es fácil para mi, entrar al campo de batalla con las mismas armas que critico.  Los fines justifican los medios, me digo sin mucha convicción.  Valga este escrito como confesión de parte, si es que sobrevive a la lamentable desaparición del doctor Jeniffer.

      Y si usted llega a leer estas líneas y una vaga noción le cosquillea en la espalda, no dude en buscar en los archivos, seguro que los diarios dijeron algo sobre la confusa muerte de ese ignoto profesor de Harvard.

      Y el caso, de eso puede estar seguro, nunca se habrá resuelto.-

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