El único nombre

Es complicada la memoria. 

Tiene como llaves que la abren y de pronto, donde no había nada empiezan a circular imágenes, nombres, caras, más que nada olores.  Esa persistencia.

Me acordé del Colo porque Mansilla dijo lo del 128 mientras servía los chorizos.

– ¿Te acordás el autito que tenías? ¿ese blanco con el escape que armaba un kilombo bárbaro?

Y yo claro que me acordaba, pero el comentario pasó así nomás y nadie dijo ninguna otra cosa del 128, aunque el recuerdo terminó viniendo bien para definir gran parte del temario del encuentro. 

Así fue que nos pusimos a hablar de autos y entonces ya todos se acordaron del Torino de Mansilla – de esos de dos puertas – y otro mencionó el techo vinílico que tenían los Chevrolet 400 y entonces todos nos reímos porque la palabra nos sonó como si hubieran hablado en latín, un verdadero despropósito.

Y así, entre recuerdos de motores, fueron pasando chorizos, morcillas y un costillar que – como siempre – Mansilla insistía en servir un poco menos que crudo.

– Los bagres que te comiste Mansilla, arriba de ese Torino… – dijo después Rambito, para llevar la charla a su tema preferido, a su zona de confort, como se diría ahora.

Su digresión le vino bárbaro para contar otra vez – como en casi todos los asados – esa historia de cuando iba en el auto con su mujer y atrás iba la suegra y le apareció de pronto al lado del acelerador un zapato negro de mujer y dijo no, qué quilombo se me va a armar, así que se hizo el boludo y se agachó y mientras las mujeres hablaban de qué se yo qué, tiró con disimulo el zapato por la ventanilla. Después resultó que el zapato era de la vieja que le dolían los callos o algo así y entonces se los sacaba, así que todos buscando el zapato y el zapato, claro, no iba a aparecer nunca.

La anécdota era simpática pero ya no nos causaba tanta gracia, así que nos reímos un poco por compromiso y un poco porque la cara que pone Rambito cuando te describe a la vieja culo pa´ arriba buscando el zapato y diciendo “pero yo lo dejé acá”, no tiene precio.

Así se pasó el asado pero cuando me iba, cuando abrí el auto con el botoncito a distancia de la llave, como que me llamó la atención que ahora los autos se abrieran así – con un control remoto – y entonces me acordé de nuevo del 128, me vino de repente a la memoria ese día que se me trabó la llave cuando salía de la oficina y del olor que había en ese campito en el que dejaba siempre el auto estacionado.

En realidad lo de oficina es un eufemismo, porque ese lugar era una verdadera porquería, nada que ver con una oficina.  Un galpón muy grande y al lado una construcción horrible con un techo de chapas, un par de escritorios torcidos, sillas viejas y duras, máquinas de escribir me parece que Olivetti aunque no estoy seguro, capaz que las Olivetti las usaba después en el negocio de mi hijo, no estoy muy seguro de nada, aunque sí de que aquella oficina que no era para nada una oficina, era un lugar demasiado frío en invierno y asquerosamente caluroso en verano, caluroso y hediondo, esa mezcla de los olores del barro, del gasoil y de la nafta mal quemados, de la traspiración y el orín, porque cualquiera meaba en cualquier charco, nadie tenía el mínimo cuidado.

Cuando el capitán me dijo de ir ahí yo lo consideré casi como un ascenso, pero al final era horrible.  Yo ya era sargento por esos tiempos, ya era sargento viejo, así que hacía méritos por las calificaciones aunque la verdad que no hacía tanta falta porque el capitán me respetaba, me decía me gusta cómo trabaja usted Lugones, es tan ordenadito, cuando me preguntan por el buen oficinista yo digo no hay duda, Lugones es el mejor. 

Eso me decía el capitán y me palmeaba la espalda y se reía con esa risa franca que tenía, así que yo nunca estaba seguro de si le parecía de verdad bien que fuera ordenadito o si lo veía como algo gracioso, como si yo tuviera alguna especie de tic nervioso que a él le resultaba divertido.

La cuestión es que terminé en la oficina que era un lugar horrible pero de mucha responsabilidad, porque pasaban cosas que había que tratar como muy secretas.  Ahí traían a los detenidos y los metían en el galpón y después los sacaban y se los llevaban, no sé bien qué era lo que pasaba ahí adentro porque yo con los del grupo casi no me hablaba, apenas si nos saludábamos y nos hacíamos alguna broma o algún comentario sobre algún partido de fútbol, nada más que eso. 

El que sí hablaba conmigo era el capitán.  Él me decía anote Lugones, y me pasaba nombres escritos en una hoja cuadriculada de esas que usan los chicos en la escuela, nombres y a veces comentarios, pero siempre nombres.

– Usted que es ordenadito Lugones, anote y después me quema la hojita, no se me olvide.

Y se reía del tono maternal que usaba para darme la orden, ese tono maternal que era una especie de juego simpático entre el capitán y yo.

No es que yo me acuerde de todo de lo que pasaba en la oficina.  Pasó tanto tiempo que es como que todo es un fondo inseparable de días repetidos, difícil decir en este día pasó esto, en este día pasó lo otro.  Pero de esa vez que se me trabó la llave del 128 y no podía abrirlo me acuerdo bien porque fue el día que me dieron el papel en el que estaba el nombre del Colo, y para colmo con la letra D, que no quería decir definitivo sino disposición, pero yo sospechaba que era casi lo mismo.

Ahora que releo veo que escribí sospechaba y a lo mejor para ser honesto debería haber escrito sabía, pero no estoy seguro de que sea necesario ser honesto, no creo que sea obligatorio que me haga cargo a esta altura del partido, de las cosas que sabía o no sabía aquel pendejo que fui.  Bueno, bah, no tan pendejo tampoco, ya tenía mi señora, mis hijos y hasta un par de entradas en el pelo que como lo usaba tan corto ni se notaban, pero ahora ya pasaron muchos años que son como montañas de días que van apagando los recuerdos, las culpas, los miedos.

La cosa que cuando se me trabó la llave – que la verdad no era para tanto – me agarró como una angustia que casi me pongo a llorar, casi, pero no, no estaba para nada bien llorar y menos en la oficina.  Así que en vez de llorar pateé el auto como para descargar, y dos de los pibes del grupo se acercaron y me dijeron eh, qué pasa, y buscaron una pinza y me hicieron mierda la cerradura, pero lograron abrir la puerta mientras hacían bromas sobre que ni pensara en llamar un cerrajero, que ellos arreglaban cualquier cosa, y sobre qué auto de porquería, que por qué no me compraba un falcon.

Creo que es la primera vez, después de tanto tiempo, que relaciono este asunto de la llave con lo del Colo.  ¿Habrá sido de verdad el mismo día? ¿O es que ahora todo parece el mismo día?

El trabajo que yo hacía era bastante rutinario.  Tenía que pasar a máquina nombres que me pasaba casi siempre el capitán, aunque a veces venía un teniente que no me hacía ninguna broma, que no me decía Lugones, usted que es ordenadito.   Me daba el papel con esa cara de orto que tenía ese pendejo y ni palabra.

Yo agarraba las hojas y las pasaba en unas planillas, nombre por nombre, letra por letra.  Y después había una columna y ahí se ponía la D, no siempre, pero casi siempre terminaba habiendo una D.  Nunca me interesó ningún nombre hasta que apareció el del Colo. 

Primero no me sonó a nada porque uno se acostumbra a los apodos, pero después me cayó la ficha y dije: “este es el Colo”.  Fue como una pequeña conmoción, ver tantos apellidos y nombres – una costumbre infinita de oficinista eso de poner siempre en ese orden, primero apellido y después nombres – tantas palabras que seguramente remitían a caras que para mí no eran, hasta que apareció el del Colo, de alguna manera el único nombre que me importó.

No es tampoco que fuéramos tan amigos.  El Colo era parte de lo que serían las amistades ampliadas del barrio.  En esa época el barrio era calle y había un grupito – tres o cuatro – que andábamos siempre juntos, desde la cancha a las minitas, en todo siempre juntos. 

Después había un grupo más grande, porque te darás cuenta que entre tan poquitos es imposible armar un partido de fútbol, o un asalto en la casa de alguna de las pibas.  En ese grupo más amplio estaba el Colo que a mí me caía bien, era un pibe piola, ya te digo, no es que lo conociera demasiado, pero me caía bien. Te digo más:  ni sé si estuve en la casa alguna vez, creo que un par de veces nos juntamos a ver la tele, pero ni estoy seguro si era en la casa de él o sí era la casa de algún otro y él nada más estaba ahí, como uno más.

La verdad que antes de que apareciera el nombre del Colo ya había habido algún kilombo con otro nombre, con el nombre de una mina – ¿Susana algo era? – pero no fue lo mismo.  El nombre en ese caso no me importaba a mí sino al capitán, porque parece que era una pendeja con la que él tenía algún asunto, nunca me quedó claro del todo, pero el capitán se puso como loco cuando vio en la planilla a la mina con la D.  Seguro que el papel me lo había traído el teniente, ni me acuerdo, qué me voy a acordar después de tanto tiempo.

– ¿Qué es esto Lugones?  ¿Qué es esto?

– No sé mi Capitán.  Yo transcribo nomás.

La verdad que pensé que me mataba, tenía los ojos rojos como que iba a llorar pero no – claro que no- me agitó la hoja en la jeta y pensé que me iba a gritar algo, pero enseguida se dio vuelta y se fue a las zancadas.  No sé si hubo revuelo con los del grupo o si no pasó nada, porque del tema no se volvió a hablar, o a lo mejor es que yo ahora ya no me acuerdo. Mansilla capaz que se acuerde de algo más sobre ese asunto, le tendría que preguntar.

No sé si lo de esta Susana fue antes o si fue después que lo del Colo, las cosas se me mezclan, eso de que falten las caras.  Debe ser como una enfermedad profesional que hace que todo se encime, que sea casi lo mismo.  Lo que sí, el capitán no dijo más nada, pero en el archivo quedó el nombre de la mina con la letra D tan amenazante, así que me imagino que se la tuvo que aguantar y listo; ahí todos obedecíamos órdenes.

No, la verdad no me puedo acordar si ese asunto fue antes o después de lo del Colo.  Lo que pasa es que yo me pasé la vida en oficinas en las que lo único que hice fue procesar datos sin estar demasiado seguro de las cosas que había detrás de esos datos, así que aunque las cosas atrás cambien, aunque sean distintas, es como que se te superponen, como que los recuerdos se te enciman y se te distorsionan.

Cuando trabajaba en intendencia, antes de que el capitán me llevara a la oficina y después cuando volví, los datos eran ropa y combustible y comida y armas y todo se anotaba en planillas, todo a mano, era un laburo de negros.   Después en la oficina, ya se sabe: nombres.  Y ahí ya estaban las máquinas de escribir que no sé si eran Olivetti o no, pero todo salía más prolijo.   Pasaron años y ya en el negocio de mi hijo las cosas eran rulemanes, y al principio me parece que eran máquinas de escribir, pero después aparecieron las computadoras y esas impresoras que hacían tanto ruido cuando imprimían esos listados tan bien alineados, un dato debajo del otro y todos bien, bien derechitos.

Es loco este asunto del Colo, que aparezca así como una basurita en el ojo que molesta y molesta después de tanto tiempo.  Sería un mentiroso si dijera que nunca me hicieron ruido los nombres que transcribí en la oficina, esos que el capitán me pasaba en esas hojas de cuaderno.  Me doy perfecta cuenta de que no son lo mismo que uniformes o que rulemanes.  Aparte los del grupo sugerían cosas que me parece que yo en ese tiempo dejaba correr, a lo mejor me hacía el boludo, porque ya se sabía lo de los desaparecidos y todo eso.

No sé, la verdad no sé: ¿qué es darse perfecta cuenta, al fin y al cabo?  Las historias, pero también la mirada de uno sobre esas historias, van cambiando.  Cuando vino todo este tema de la democracia, todo el mundo hablaba de lo que había pasado y yo claro que escuchaba, lo escuchaba en la tele todo el tiempo y más que nada se lo escuché al Esteban, que una vez me lo echó en cara sin vueltas. Pero no es lo mismo antes que después, lo que uno piensa antes y lo que uno piensa después. 

Me acuerdo que entre los del grupo había uno morochito que siempre se reía, que contaba todo riéndose.  Una vez comentó que había uno que gritaba tanto que tuvieron que subir la radio, y él contaba y se reía, decía que estaban pasando esa de Sabú y gritaba haciendo que imitaba al cantante, “tan pequeña es, tan frágil es” y desafinaba con todo éxito, yo creo que a propósito, de puro bromista.

Cuando lo contó ¿pensé en los nombres y en las letras D?  A lo mejor sí y ahora el recuerdo me dice que no, que no pensé, pero a lo mejor es pura trampa porque la memoria elige, de esto me acuerdo, de esto otro mejor no. 

Estoy seguro que después sí hice todas las relaciones, más que nada cuando el Esteban me lo echó en cara así de frente march.  Y capaz que con el Colo también, porque con el Colo fue otra cosa, es como que eso de tener cara, de haber tenido una infancia en el barrio, qué se yo, ese haber sido algo más que un nombre.

El Esteban fue mucho después – mediado de los ochenta habrá sido – era el noviecito de Mabel.  No sé bien dónde lo había encontrado, pero era de esos que se quedaban hasta tarde en las peñas fumando, tomando vino y escuchando canciones del cubano ese, Silvio Rodríguez. 

Al principio, ni bien apareció en casa, yo le hacía bromas a Mabel y le decía mirá que ese es zurdito, le preguntaba dónde encontraste ese piojoso, cosas así que eran en broma pero más o menos, porque a mí el pendejo, la verdad, no me gustaba demasiado.

La madre la defendía y me decía pero Negrito – ella siempre me decía Negrito cuando quería tranquilizarme – dejala tranquila a Mabel que el Esteban es un buen chico, que trabaja y estudia.  Me decía eso y me ponía la mano en el antebrazo, así que yo me sentía un pelotudo y dejaba de decir cosas y tanto dejé de decir cosas que el pibe siguió viniendo y agarró confianza y un día me encaró.

– Usted qué va a hablar de eso, si usted trabajó en un chupadero 

Chupadero dijo, así dijo, chupadero.  La palabra se le quedó colgada como si hubiera dicho también los puntos suspensivos. 

Creo que el comentario vino de algo que hablaban en la tele y yo debo de haber dicho me tienen podrido con esto o algo así, así que el pibe dijo eso que debe haber estado hablando con Mabel, andá saber hacía cuanto que lo tenía atragantado y lo quería decir, en esos años todos querían decir algo sobre el tema.  Y para colmo dijo chupadero, que es una palabra que yo alguna vez les había escuchado a los del grupo y que por eso me sonó tan lejana, como si viniera de otra vida.

Yo me acuerdo que la miré a Mabel.  Estaba también Carlos, mi otro hijo, que se había quedado congelado con el tenedor cerca de la boca.  Vi que mi mujer ya empezaba a preocuparse por cómo iba a reaccionar yo y pensé ahora me dice Negrito, mejor no, así que levanté la mano y le señalé el plato al Esteban.

– Comé que está rico – le dije

Mirá vos de lo que me vine a acordar.  Y todo por el comentario de Mansilla sobre el 128 ese que yo tenía en esos años, el comentario que vino a desenredarme así la memoria, porque la memoria sí que es un enredo, verdaderamente un enredo. 

Fijate si no que a Mansilla se le mezcla lo del 128, que era una seda – el motor no hacía nada, ni un ruidito – con otro auto que tuve después.  El que hacía un kilombo bárbaro era un 125 en el que andaba más o menos en la época del mundial.  Ya habíamos vuelto con Mansilla a Intendencia a contar uniformes y comida y armas y a él se le debe mezclar el recuerdo de ahí, de ese 125 que tuvo un tiempito el escape roto, se había picado abajo el escape y hacía un ruido de Fórmula Uno, tanto que el empezó a decirme Fitipaldi, un apodo que me duró un tiempito y que después se le olvidó.

No sé cómo será ahora el asunto ese de los caños de escape porque nunca más me pasó con los autos que tuve después, deben ser distintos, pero qué se yo, mejor vuelvo al tema, porque agarro cualquier desvío y lo que estaba haciendo era hablar del Colo, que yo lo había conocido en la adolescencia, pero que me volvió a la memoria cuando vi su nombre en la hoja cuadriculada, el día de la llave trabada.  Después me olvidé, pero me volví a acordar por un sueño.

Por esos años – por los 80 digamos – yo andaba muy mal, mal de plata y también mal de la cabeza.  Había pedido la baja y trabajaba en los camiones de la guita, un trabajo aburrido y sin horarios en el que había que compartir viajes con tipos bastante insoportables que se sentían Rambo con las escopetas en bandolera y con una nueve en la cartuchera. 

En el medio de ese universo de aspirantes a pistoleros que no aprendían nunca a completar las registraciones burocráticas que exigía el trabajo, yo era una especie de cerebro, así que los supervisores – cuando se trataba de un transporte importante – decían llevenló a Lugones que te trae los papeles bien.  Yo para ellos, era como una especie de artista que llenaba los formularios embocando cada número en su cuadradito y con una letra aceptable, qué le ibas a pedir eso a los otros.

Por suerte, entre esa fauna apareció Rambito.  El apodo lo heredó – creo – de algún comentario que hice yo sobre nuestros colegas, así que de ahí más se llamó Rambito y se nota que gustó, porque así le decimos todavía hoy.

Rambito había sido también zumbo y ahora también estaba de baja, así que con él se podía hablar tranquilo.  Digo eso porque me parece que a él le conté el sueño en el que apareció el Colo.  A alguien se lo debo haber contado, porque en general uno se acuerda de los sueños cuando se los cuenta a alguien y entonces después se acuerda de esa versión más organizada que contó, porque los sueños tal como fueron no pueden contarse, es imposible.

Sea como sea, resulta que yo estaba en un avión y el capitán me decía que salte – “salte Lugones, no sea cagón” – y me insistía tanto que yo saltaba, pero cuando estaba en medio del salto, en el envión digamos, me doy cuenta de que me olvidé de ponerme el paracaídas.  Entonces, primero pienso cómo me voy a olvidar yo que soy tan ordenadito, cómo me voy a olvidar el paracaídas.

Eso al principio me da un poco de angustia pero también un poco de risa, así que me rio y al mismo tiempo sufro durante todo un tiempo que en el sueño me pareció mucho.  Después me da miedo, mucho miedo porque ya estoy afuera del avión.  Y ahí es que aparece el Colo.

El Colo está arriba, como adentro del avión estirando la mano hacia abajo.  Estira y me agarra la mano, me agarra fuerte la mano y yo ahí como que me siento tranquilo y eso dura también todo un tiempo, un montón de tiempo, hasta que como que de golpe me doy cuenta y le digo vos qué hacés ahí Colo.  En medio de esa sorpresa me despierto y de nuevo lo que siento es angustia, una gigantesca angustia.

Creo que el sueño se lo conté a Rambito en un viaje que nos tocó juntos, pero ni me acuerdo qué me dijo, ni me acuerdo si por lo menos dijo algo:  a Rambito no le interesan demasiado los sueños en los que no aparecen tetas o culos, así que casi seguro que no, casi seguro que no me dijo nada.

Al tiempo – mirá lo que son las vueltas de la vida – como el hijo de Rambito se hizo muy amigo de Carlos, mi hijo mayor, se metieron en el rebusque a principios de los noventa y no sé bien con qué político engancharon y así, con un negocio que yo nunca quise preguntar, consiguieron plata para la empresa esa de rulemanes y ahí volví a ser oficinista, pero ahora registraba codificaciones complejas, cantidades, precios unitarios, cosas así.

Fue después de ese sueño que me acordé de otro episodio con el Colo, la vez del partido de futbol que me quedó el tobillo a la miseria y él me llevó a casa, él y otro flaco que andaba siempre con él, un narigón que me parece que era el de la casa en la que a veces nos juntábamos a mirar la tele.  Aunque puede ser que fuera la casa del Colo, no estoy seguro, creo que esto ya lo dije.

La cuestión que el día del tobillo me llevaron entre los dos a casa porque yo no podía apoyar un pie y me dolía mucho, pero era el Colo el que me tranquilizaba, me habló todo el tiempo, me parece que de esa vez me cae bien el Colo, a lo mejor por eso me sigo acordando de él.

A la época esa de los rulemanes la recuerdo como buenos tiempos, entraba buena plata y la oficina no era como la otra oficina. Teníamos un ventanal con esos vidrios medio opacos y se veía la avenida y te distraías con el tránsito y con las pibas que pasaban y la gente que trabajaba con nosotros era simpática, no como los pistoleros de los camiones de la plata.  Lo único malo de esos tiempos, es que habíamos quedado muy alejados de Mabel. 

Yo me banqué sin chistar el casamiento con el Esteban y no dije nada, sonreí para las fotos y todo.  Pero después no daba más que para verse de vez en cuando, porque el Esteban estaba enojadísimo con los indultos, caminaba por las paredes, y cuando me veía se la quería agarrar conmigo.  Oficinista de la muerte, me dijo una vez, y yo ¿qué iba a hacer? ¿me iba a agarrar a trompadas con el esposo de Mabel?   Así que me quedé callado y me fui alejando despacito y eso claro que entristece, claro que sí.

Mirá vos este Mansilla, en la vorágine de recuerdos que me fue a meter con su inocente comentario.  O a lo mejor fue el control remoto que viene en la llave de los autos de ahora, o puede ser también que ya viniera masticando este asunto y todo esto vino a sacarlo a la luz así, en forma tan desordenada, justo yo que según el capitán era tan ordenadito.

Por suerte, después, a mí con ese asunto de los derechos humanos nunca me jodieron, quién me iba a mencionar a mí.  El capitán creo que se las había tomado porque lo buscaban, no sé, no estoy seguro si después volvió, si está preso o qué.  Lo perdí de vista y nunca me interesó preguntar.  Creo que Mansilla tampoco sabe nada.

Ahora que me acordé del capitán me dio por pensar en cómo será que él recuerda aquellos días, como le vienen a la memoria los nombres escritos en las hojas de papel cuadriculado – de esas que se cortan de los cuadernos de los chicos – si para él también habrá un único nombre que importa, el de aquella Susana ponele, el de aquella Susana de la que ni me acuerdo el apellido.

Yo, lo que es yo, pude dejar atrás aquello simplemente porque la vida se ocupa por sí sola de no dejar rastros, son días y días que se amontonan en los que no parece pasar nada pero pasa, siempre pasa, pasan cosas que se convierten en otros recuerdos que pisotean el pasado, que lo dejan ahí despedazado, que lo dejan esparcido como retazos inconexos que por ahí saltan cuando alguien te menciona el 128 o cuando te das cuenta que hoy ya las llaves no se traban en las cerraduras de los coches.

Y entonces ahí reaparece el olor de la oficina, la angustia inexplicable porque se trabó la llave, las caras de los pibes del grupo riéndose, la pinza arrancando la llave con cerradura y todo, la cara del Esteban desenterrando del pasado la palabra chupadero, Rambito tan joven hablando casi siempre de tetas y de culos.  Y el Colo. 

El Colo descubierto aquella vez tan de golpe en el papel cuadriculado, sus datos tipeándose letra por letra en la máquina de escribir que ni siquiera estoy seguro que fuera una Olivetti – Cammisi, Carlos Alberto, primero el apellido y después los nombres – la letra D, su cara apareciendo desde el pasado y convirtiéndose de nuevo en mucho más que un nombre, en el nombre que por primera vez importa.

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