Una cuestión profesional
Es tan dulce, tan simpática. Tan hermosa.
Por un momento estuve por pensar perfecta pero no, yo ya sé que la perfección no tiene espacio, sé que ni siquiera es posible y por supuesto sé que tampoco es verosímil, que apenas funciona como una subjetividad del amor, como una mentira consentida por la atracción y por el deseo. ¿Será que acaso yo también me había enamorado?
Lo que es seguro es que me va a dar no se qué matarla, que va a ser difícil sacarla del medio sin más ni más, borrarla de un plumazo. Y ya sé que es nada más que dejarse llevar por la lógica de las cosas, por el peso abrumador de lo inevitable, por las necesidades inapelables de la trama que no deja ninguna alternativa. Y ya sé que esto ya me pasó antes alguna vez, pero ahora te juro que no estoy seguro de poder, que no sé si voy a poder.
Ella había aparecido en la vida de Lucas en la típica secuencia de una historia de amor: un bar brumoso en la noche porteña, una copa de algún trago colorido y las miradas que se encuentran en algún punto situado en el medio del ruido, el gesto que aparece sin querer aunque a lo mejor Lucas, aunque a lo mejor ella, forzaran un poco la sonrisa para atraer y la dejaran desplegarse apenas un poco, casi nada, para que pareciera querer decir algo tan vago como una sugerencia, un mensaje en una botella que llegara flotando hasta la otra mesa (me doy cuenta del peso romántico y un poco cursi que pongo al contar este encuentro, pero no puedo evitarlo)
Hablaron después, claro, y ya entonces Lucas supo que no iba a ser una relación más, un encuentro ocasional destinado a durar algunas noches, una cara para ser después casi olvidada. Lo sabía porque era lo que tenía que saber, porque sólo así iba a estar listo para salvar al Bocha que después. Pero eso es otra historia y no sé si tiene tanto que ver con ésta, realmente no sé si tiene tanto que ver y ese no estar seguro, es de algún modo el verdadero problema.
La cuestión es que ella fue abriendo sus alas, desplegándose, y yo me tendría que haber dado cuenta de que iba ocupando un espacio que no debía, poniéndose en el centro de la historia y de la vida de Lucas hasta convertirlo en otro, en alguien que ya no se parecía demasiado al tipo violento e inconmovible que era, fuerte y capaz de convertirse en un héroe y a la vez tan desinteresado en cumplir ese papel, tan indiferente.
La cosa es que Lucas fue dejándose llevar (yo dejé que Lucas se fuera dejando llevar) enredado en miradas largas contadas con gran despliegue de adjetivos, en un erotismo de descripciones lentas hechas a ritmo de piel y de baba, de lenguas viajando lentamente por los cuerpos hasta el puerto de los sexos, de suspiros escalando a gritos en la cima de la noche. Y entre tanta poesía, la cotidianeidad de él buscándola al trabajo, de ellos caminando de la mano, de él cada vez menos ocupado en su historia que lo tenía que llevar hasta el Bocha y más metido en esa felicidad de novelita en la que yo ahora tenía que intervenir y matarla a ella que es tan linda, a ella que es tan dulce.
La verdad es que cada vez más me cuesta pensarla tirada en la calle, desarticulada como una muñeca sobre el blanco y el gris de la senda peatonal o respirando el último aire en la soledad de la terapia intensiva, abandonada y sola, sin esa vitalidad y sin esa energía, sin esa vivacidad con la que camina ahora junto a Lucas hablándole mientras su pelo salta y se vuelve a acomodar cada vez que sus pasos, cada vez que su cara gira para mirarlo y para mirar de nuevo al frente al ritmo de lo que le va diciendo.
Y no es que no esté bien que Lucas no sea el mismo. Su historia haciendo equilibrio siempre al borde de la legalidad, siempre con un pie en la incorrección y en la indecencia tenía que cambiarse de alguna forma, tenía que conmoverse para que de algún modo apareciera la emoción que se le había adormecido en la infancia a lo largo de años que no es necesario volver a relatar.
Lucas, ese tipo que había estado en lo del viejo Crespo cuando le quemaron el rancho, no iba a ser capaz después de mirarlo al Bocha y de pensar en salvarlo, tenía que cambiar, tenía que caer tan profundo para necesitar salvarlo para salvarse, salvarlo para resucitar, no por un misterioso vuelco samaritano, no porque se hubiese convertido de pronto en buena gente, en una especie de santo, en un padre cariñoso y protector, sino porque no podría seguir viviendo sin salvarlo, no podría seguir viviendo sin alguna razón.
Lo del viejo Crespo lo pintaba de cuerpo entero. Los negocios no eran de los políticos sino de unos señores que de vez en cuando salían en la tele, pero a él fue el Concejal el que le dijo que había que sacarlo al viejo Crespo del rancho porque ahí había otros proyectos para modernizar la ciudad y después le insistió como preguntándole, como invitándolo a hacerse cómplice de su punto de vista a vos no te parece que queda mal ese rancherío ahí. Y a Lucas, claro, no le parecía ni que sí ni que no, pero como el rebusque daba y eso es lo que se espera de uno, fue esa noche con un compañero y le empezaron a decir al viejo que se vaya y el viejo Crespo lloraba mientras ellos le sacaban el colchón afuera y le insistían rajá, tenés que tomarte el palo de acá viejo, ya cuántas veces vinieron a decirte. Y el viejo lloraba y a Lucas, claro, no le importaba nada, tanto que en sus ojos se notaba que si el viejo hubiera hecho algo más que rogar y llorar, él no hubiera dudado en dispararle con el 22 que llevaba siempre escondido y que le servía de perro por si las moscas.
Era obvio que ese tipo tan inalcanzable no iba a querer salvarlo al Bocha, no iba a necesitar decir pará justo cuando Saluzzo le estuviera por volar la cabeza, no iba a necesitar salvarlo para salvarse, no iba a necesitar salvarlo no sólo de las balas de Saluzzo sino también de su propia inexistencia de soldadito barato, no iba a necesitar convertirlo porque él no se habría convertido. Pero no iba convertirse en otro por amor, nadie es otro por amor porque el amor no es como la muerte, no es como ese mensaje de los dioses que se lee como un llamado de atención o como un castigo, como una metáfora de la suerte que se escurre.
Todo eso está claro, todo eso estuvo claro desde el principio. Pero que estuviera claro desde siempre no quiere decir que resulte fácil matarla ahora que está ahí con toda su presencia, ahora que está ahí ocupando todo ese espacio en la vida de Lucas y cambiando su vida, cambiándola tanto que a veces hasta me parece que me mueven los celos. Y sí: ya me doy cuenta que eso es una tontería, pero esa sospecha ridícula hace de algún modo que todo empeore porque ya no es una cuestión de inevitabilidad, digamos que ya no es nada más una cuestión profesional, ya no es sólo el simple expediente de poner un auto desbocado en su camino para dibujarla después contra el gris y el blanco de la senda peatonal y después quizás en una sala de terapia intensiva, muriéndose sola.
Pero el Bocha ya anda haciendo de las suyas por ahí y ya se cargó un pibe por unas cuestiones de negocios que no entendió del todo pero le dijeron y fue y lo mató, y entonces resultó como un ascenso social, como la inauguración de un prestigio que lo llevaba de la mano a encontrar su lugar en el mundo, en ese mundo, pero también y como no podía ser de otra manera, a encontrar su lugar en la mira de Saluzzo, de ese canita berreta que anda entreverado en las cuestiones del barrio y que no deja pasar una, que no deja que nadie agarre demasiado vuelo porque después no se sabe.
Y Lucas, que sabe andar de yunta con Saluzzo, ya se aproxima al momento en el que tiene que salvarlo, en que tiene que gritar pará, al momento en que tiene que decir esa única línea que evitará que el dedo y que el gatillo, que abrirá un futuro para el Bocha y para esa extraña amistad en la que serán simultáneamente padre e hijo, maestro y alumno, cómplices de un nuevo mañana inaugurado por la muerte evitada, hija de aquella otra muerte inevitable.
Y ella que es tan linda y tan simpática. De nuevo estuve por pensar perfecta y de nuevo pensé si no sería verdad que lo envidiaba y entonces me sacudí de nuevo esa idea tan ridícula y pensé otra vez si valía la pena que el Bocha aprendiera lo que iba a aprender para convertirse en el líder que estaba llamado a ser, en el líder que necesitaba el futuro de la historia, si no habría que dejar que Saluzzo lo matara y listo, o mejor buscar alguna deriva inesperada, que ella se enterara de que Lucas era ese Lucas del que ella no sabía demasiado, ese tipo casi cruel, y que lo dejara y que entonces pero no, yo sabía que el amor no iba a redimirlo, ni siquiera el despecho, ni siquiera la ausencia del amor, ni siquiera el dolor y la tristeza, sólo la muerte que se lee como metáfora, que se lee como castigo de un dios inaccesible.
Así que me saqué con el dorso de la mano la incómoda humedad que brotaba de uno de mis ojos y la arrastré con violencia hasta la sien mientras pensaba qué terribles que son los personajes que empujan para salirse de la historia, que es como que tuvieran instinto de supervivencia, eso pensé y eso me hizo sonreírme con una sonrisa breve y triste, una sonrisa que yo quise entender como una despedida.
Así que escribí, desaforadamente escribí, sin parar, mirando pasar veloces las letras detrás de los ojos empañados: anoté como aquel hombre que ni siquiera iba a tener un nombre se subía a su auto como cualquier otro día pensando en cualquier cosa, un señor cualquiera al que no tendría ninguna importancia darle un pasado ni un futuro porque su función era solo esa, ser el portador de la muerte que le daría motivos a Lucas para que se entreverara después en el camino del Bocha para que el Bocha fuera. Pero eso es otra historia y no sé si tiene tanto que ver con ésta, realmente no sé si tiene tanto que ver.
Porque ahora es solo eso, las letras caminando por la pantalla, un desfile negro sobre blanco para contar que se sube a su auto, que pone primera, que ya avanza letal hacia el encuentro inevitable.