Y los sobrevivientes están muertos
Entró al bar a las cuatro menos diez y eligió una mesa cerca de la ventana; era casi un reflejo. En realidad no le interesaba el incesante tránsito de Rivadavia, ni la gente entrando y saliendo por la boca del subterráneo, ni ningún otro elemento de ese paisaje que por lo demás le era tan conocido. Nunca había comprendido en verdad qué motivo le impulsaba, o tal vez sí; tal vez porque era la posición más cómoda, la forma más elemental de quedarse afuera del bar sin dejar de estar afuera de la calle.
Estaba ansioso. No habría sido capaz de reconocerlo ni siquiera ante sí mismo, pero sus gestos nerviosos lo delataban. Su mirada se paseaba inquieta desde el reloj pulsera hasta un punto indeterminado de la cortina, y sólo interrumpían el rutinario vaivén algunos ruidos de la calle que desafinaban del chato ruido de motores que allí, formaba parte del silencio. Y nada más que un par de veces dirigió la vista hacia la puerta, como si en realidad no le importara.
Qué distinto habría sido todo antes, se dijo sin hablar, qué distinto habría sido esperar a Lucía, que antes era Luki y ésa es ya una buena diferencia. Y notó que se había dicho habría, como si nunca hubiera sucedido (él esperándola a Luki en algún bar) o mejor como si el antes y el ahora fueran lugares perfectamente intercambiables, como si el estar en el ahora fuera nada más que el resultado de una decisión equivocada.
Pero de antes había pasado tanto tiempo, que también era un poco como si no hubiera sucedido, aunque se mantuviera allí, a un lado, como un elemento más para comparar. Y comparando debió reconocer que no hubiera sido necesario estar mirando el reloj, que él hubiera estado seguro de que ella vendría aunque más no sea a decirle que no podía venir, que había olvidado que tenía una clase, que lo quería mucho, y que también lo odiaba, y que le debía un beso, y que chau.
Y el antes había sido el todo, las cosas por hacer, el amor en cualquier lado, el sexo sublimado, la revolución en el alma, el alma revolucionada; y también el dolor, ese dolor de parto, de rompimiento, de ganas solo empantanadas, momentáneamente utópicas, pero nunca frustradas.
Y el ahora es el mozo preguntándole que toma, y él pensando en decir espero a alguien y diciendo tráigame una Coca, que es una forma como cualquier otra de reconocer el miedo, de hacerlo tangible. Y el ahora es el reloj acercándose a las cuatro, y los ojos de Juan extraviados en un paisaje de pliegues de cortina amarilla, y la mente de Juan deambulando en la memoria incolora, pero también verde, pero también roja.
Y entre el antes y el ahora un pedazo de vida, un pedazo de historia que alejan a Luki de Lucía, que las hace extrañas parecidas; miles de días que son millones de minutos que van desde el Juan de ojos brillantes hasta el gesto razonado, desde el Juan que espera hasta el Juan que desespera, desde Juan a lo que queda de él en un bar de avenida Rivadavia.
Y fue la facultad y el delirio, la política y el cambio necesario, Luki y la revolución, Ezeiza y la sangre y la guerra declarada. Y fue un amigo diciéndole andate, rajá que no hay otra salida, no la hay.
Y fue el deslumbramiento de París, la conciencia diciéndole cobarde, la última carta para Luki para no comprometerla, un 24 de marzo escuchando en la radio una noticia así chiquita, el miedo; el miedo de haber tenido miedo que ni siquiera atenuaron las noticias de que lo habían buscado, de que no había salida, de que hacía lo más inteligente, lo único posible.
Y fue todo eso que lo había llevado hasta allí, hasta ese ahora que en su reloj se decía cuatro y diez, hasta el mozo dejando en su mesa una botella y un vaso con hielo, hasta él diciendo gracias con ese acento mezcla de todos los acentos; el mismo que usaba para decir “Radio Francia Internacional volverá a transmitir en español….” cuatro veces por día, el mismo que se había formado entre centroamericanos y venezolanos, mezclado con recuerdos de argentino, con desviaciones fonéticas de tanto merci, de tanto s’il vous plait. Y dijo gracias para darse cuenta de que ni siquiera le quedaba un idioma.
Y el después, el antes reciente de ese ahora, había sido el regreso, el llanto de su madre, la soberbia distancia de su padre, el encuentro con los mismos espejos que reflejaban una cara más ancha, la sonrisa menos distendida, los labios apretados. Y fueron las preguntas, y las respuestas que trajeron cadáveres, que borraron sonrisas de su mente y dibujaron frío, que convirtieron a Luki en Lucía, en Lucía de alguien, en Lucía madre de una niña, vos vieras qué ricura.
Y fue el azar, la casualidad que fuerza a decir el mundo es un pañuelo aunque no se lo crea, aunque sea una frase tan vacía para quien convivió con la tristeza a dos galaxias de distancia. Y fue el silencio de una calle de Floresta y el encuentro, y la mirada desconfiada diciendo vos sos Juan, y la sorpresa diciendo Lucía, no cambiaste nada, aunque fuera mentira, aunque lo negara diciéndole Lucía.
Y decir tomemos algo, cómo van tus cosas, y la mano en la mano, y la urgencia de terminar lo inconcluso, y la pieza de un hotel y el amor a Lucía. Y sus manos recorriéndola, buscando los puntos de contacto entre dos realidades excluyentes, entre su mano y el recuerdo de su mano, entre ese cuerpo que había sido el de Luki y su memoria escurridiza, entre ese sexo a ciegas y aquel encandilante.
Y fue también el intentar palabras que llenaran el vacío, contame de Roberto, y de la nena, y que hermoso debe ser París, y yo siempre te recuerdo. Y fueron las frases dichas con comillas, entre gusto a cigarrillo, con los ojos extasiados en el cielorraso para mantener ese calor a medias de las cartas; y los recuerdos comunes repasados como fotos, aferrados con desesperación de náufragos, subrayados para hacerlos intocables adornos de vitrina, piezas irrepetibles y por eso irremplazables, medallas de guerra para ellos, mutilados en alguna oscura escaramuza. Y ni un grito de odio, de bronca, de lágrima, si de cualquier forma habían sido otros, aunque se mantuvieran allí, a un lado, como un elemento más para comparar.
Y ahora, comparando, le hubiera gustado saber que habrían dicho ellos (el Juan de Luki, la Luki del recuerdo) si hubieran sido espectadores de ese sexo a medias, de esos ojos cerrados mirando bien adentro; porque hubieran dicho algo: burgueses, ciegos, viejos, viejos.
Y su reloj decía cuatro y cuarto, y su almanaque treinta y cuatro años. Por algún motivo, quince minutos de atraso que no eran nada para Luki eran una eternidad para Lucía.
Y llamó al mozo. Y le dijo cuanto debo en su idioma que no era. Y el mozo dijo cien pesos sin pronunciar la ese. Y Juan sacó un billete arrugado del bolsillo y lo dejó sobre la mesa.
– Cien pesos esta mierda – dijo, y el mozo juntó el billete sin mirarlo.
Y ni siquiera cambió el gesto; como si nadie hubiera hablado.
Buenísimo Miguel. Doloroso, pero tan real.