Yo se lo digo
El juego es así: yo juego a que le cuento una gigantesca falsedad, algo desaforadamente ajeno e increíble, y usted se dedica a creerme sin dudar ni un minuto, sin dejar la mínima fisura entre mi mentira y su credulidad, entre mi invento y su aceptación de lector interesado y cómplice.
Yo le digo lo que será algún día, (digamos que yo invento algo que va a pasar un día) y usted lo escucha sin chistar, aunque cabe la posibilidad, claro, de que usted esté viviendo en ese supuesto algún día que para mí es una presunción y para usted la certeza inapelable. Si fuera así, yo tendré la ventaja de que no escucharé su respuesta, de que el derecho que le cabe de reírse de mí y de mi sospecha literaria será para usted un ejercicio sin oyente ni leyente, una carcajada sin vuelta de correo.
Pero que yo le diga esto, que yo lo ponga en el papel del que lee sabiendo que todo puede no pasar así y que esa divergencia entre mi futuro construido con palabras y su pasado certero y comprobable le podría llegar a dar esa ventaja es también parte del juego, porque es casi seguro que usted está leyendo esto mañana a la mañana, o digamos una tarde de algún abril cercano, en el que las cosas no habrán cambiado tanto como para que mi juego haya perdido su valor de falsedad irrebatible.
Las cosas serán así -yo se lo digo y usted tiene que creerlo- y Cupido habrá sido reemplazado y su flecha será guiada por un chip y la felicidad será producida en serie en fábricas asépticas y amantes ideales esculpidos por computadoras de refulgentes lucecitas que diseñarán parte por parte y arte por arte la pareja que usted necesita, lo mejor para el amor y para la compañía, el resumen de sus deseos con garantía de fabricación triple a.
No, espere, no es como usted cree. Alguien habrá descubierto -pero eso fue mucho tiempo antes- que los seres humanos son incompatibles, que no hay forma de hacer que cumplan mutuamente los deseos de cada uno, que uno quiera recibir cuando el otro quiera dar, que otro quiera dar cuando uno espere, que uno sea padre cuando el otro quiera ser hijo y por qué no viceversa, que las pasiones se condigan o que por lo menos se conescuchen, que los gritos no se superpongan ni los silencios se supersaquen. Todo esto lo habrá descubierto alguien pero mucho tiempo antes, yo se lo digo y usted no tiene más remedio que creerlo.
Entonces, como la tecnología todo-lo-puede, un tiempo después -pero antes de lo que voy a contarle- otro alguien que sabía mucho de inteligencia artificial programó las computadoras de refulgentes lucecitas para que produjeran los amantes ideales, atentos a todas las necesidades de su pareja humana. No un robot ni muñecos tontos y desalmados, nada de eso, un falso verdadero humano producido por encargo y, lo que es más importante, totalmente compatible.
Pasará, claro, que mucha gente desconfiará de tales artefactos, las resistencias habituales al avance de la ciencia, usted sabe (yo se lo digo y usted…. sabe). Sin embargo lo más avanzado de esa sociedad moderna, los intelectuales mas preclaros, los que habían leído y discutido hasta el hartazgo las teorías de aquel primer alguien que hablaba de las incompatibilidades, no dudarán en adquirir sus amantes ideales con garantía triple a fabricados por el otro alguien y, a esa altura, serán muchos los que ya estarán gozando de su inapreciable compañía.
Esta chica -la de la ficción que yo invento y usted indudablemente cree- irá un día a un congreso sobre algunos de los temas que se discutirán por esos tiempos. Ella es una de aquellos preclaros intelectuales que irán a esos congresos para debatir con otros lúcidos personajes de la época y para comer bocaditos y tomar champagne.
Pero ese congreso no será un congreso más. Usted ya lo adivina y eso -para qué negarlo- me molesta un poco, de modo que lo voy a decir sin más ni más: ella se enamora, en realidad un Cupido primitivo la interceptará disfrazado de mirada de uno de los tipos que por allí estarán comiendo bocaditos. Bien visto, el personaje tendrá una buena espalda y una cara apropiada y un mechón de pelos que le cae en la frente. Pero eso será después, primero la mirada, tránsito de este cupido estándar y ortodoxo.
Ella disimulará su pequeña conmoción fuera de moda (su amante ideal la espera en casa y le haría sin vacilar una escena de celos si eso es lo que ella esperara de él) pero se acercará a charlar con el tipo sobre esos temas que estarán en el tapete. El comentará que ha pedido una amante ideal con garantía triple a y ella se explayará sobre las ventajas de los prototipos más modernos. En esas reuniones todos adolecerán de un modernismo tan acentuado que cualquier comentario sobre el tema resultará tan apropiado como una frase hecha que verse sobre el clima o que alabe las ventajas de la ropa descartable.
Se terminará el congreso, los pastelitos y el champagne y ella volverá a su casa. Su amante ideal no dirá ni una palabra porque ella no tendrá ganas de hablar con nadie, y ella podrá pensar tranquila porque una idea le estará dando vuelta por la cabeza.
Yo le dije -y usted lo cree- que el señor del congreso había comentado que había pedido a la aséptica fábrica su amante ideal y usted sabrá que ningún comentario de esta sospecha literaria es ajeno al juego que estoy escribiendo hoy, que usted está leyendo en su tarde de abril y que la chica del relato jugará en su futuro imaginado, entonces usted deberá creer -yo se lo digo- que ella comenzará a tejer un plan para poder relacionarse con este señor humano que no aceptaría de ninguna manera una relación tan peligrosamente incompatible.
Primero la mirada y después una espalda y una cara apropiada y un mechón de pelo que le cae en la frente, después el plan construido en la soledad de la noche, porque ya el amante ideal se ha ido cuando sus sensores delataron que ella quería estar sola. Serán así de perfectos esos artefactos, tan perfectos que antes comentará que no tiene sueño, que realmente esta noche no tiene nada de sueño y prefiere irse por ahí, a dar una vuelta.
La chica sabrá que el señor del Congreso no vería conveniente tener una relación con una humana. Cualquiera, a decir verdad, sabrá por aquellos tiempos las inconveniencias que acarrean esos experimentos, entonces -se dirá a sí misma mientras prepara su futurista plan de seducción- no hay más posibilidad, ninguna traba moral, ninguna culpa será capaz de detenerla. Habrá que buscar un manual de esos que envirarán desde la fábrica de refulgentes lucecitas, durante los dos meses anteriores a la recepción del amante ideal (con garantía triple a) que aparecerá después alguna tarde y sin previo aviso, pero antes uno habrá leído ya el manual y sabrá cómo debe comportarse.
Ella volverá a leer todo de nuevo. pero para verlo ahora desde otro punto de vista, desde el ángulo contrario, porque si el manual da estas recomendaciones al comprador, ella podrá descubrir qué se espera del amante ideal sabiendo qué se espera del lector del manual. A tal comportamiento tal reacción, por lo tanto: viceversa.
La chica se tomará su tiempo porque será muy paciente para conseguir lo que quiere (yo se lo digo, usted crealó) de forma que pasará el suficiente tiempo para que el señor del Congreso olvide el rostro de la chica con la que habló apenas unos minutos y de bueyes perdidos. Es cierto que la chica también habrá olvidado la mirada, la espalda, la cara y el mechón de pelos (el mechón de pelos le parecerá recordarlo, quién lo sabe) pero también es cierto que esas cosas no cuentan mucho en estos casos y de cualquier modo ella se dirá que retuvo lo esencial, aunque no esté muy segura de qué es lo que eso significa.
Su amante ideal -durante ese largo tiempo de planeamiento obsesivo, de estudio minucioso de cada una de las tácticas- le preguntará algunas cosas -no mucho, sólo lo suficiente- hará un viaje de negocios, y la invitará un par de veces -oportunamente- a pasar unos días cerca del mar en esa casa que tanto les gusta. La chica empezará a notar ciertas cuestiones, por ejemplo que él no hará siempre lo que ella cree que quiere, una vez hasta le gritará cuando ella lo eche (ella le dirá que se vaya, que la tiene cansada. Y él le gritará). Le gritará con violencia y le dirá cosas muy feas en la cara y después ella se pondrá a llorar y terminarán en la cama y ella se sentirá casi bien y anotará eso en su cuaderno de anotaciones.
La chica se volverá una estudiosa de su amante ideal porque ella debe convertirse en eso, aspira a imitar a esa joya de la técnica. No podrá comprender ciertas cosas pero pensará que no es tan necesario porque lo que hace ese artefacto podrá ser suplido con la intuición, todo es tan imprevisible que hace imposible dilucidar una secuencia, buscar una lógica que ordene su funcionamiento, que lo haga matemáticamente imitable, entonces habrá que usar la intuición para parecerse a un amante ideal con garantía triple a. Y ella se lanzará a lograrlo ni bien su plan tome la forma apropiada, ni bien esté listo para ser llevado a la práctica.
Una tarde llegará sin previo aviso a la casa del tipo del congreso y tocará el timbre, pero eso será después de haber terminado el estudio concienzudo de su amante y después de haber realizado algunas averiguaciones convenientes. El personaje le abrirá la puerta -yo se lo digo, usted crealó- la saludará y la hará pasar. Esos primeros momentos serán un poco incómodos y lo mejor será quedarse callada hasta que él pregunte algo, el manual lo habrá instruido lo suficiente como para que tenga claro que no debe forzar el diálogo hasta superar la molesta sensación de que no se está con una persona. Ella lo escuchará hacer algunos comentarios sobre que la había estado esperando y esas cosas, él tratará de parecer calmo pero será obvio que padece la famosa veda sicológica, explicada con claridad en dos capítulos del manual, él le preguntará si no la conoce de alguna parte, pero hará enseguida un gesto con la mano descartando la pregunta y aclarará que fue una broma.
Andarán unos días de paseo en paseo. El manual aclara que hay que estar seguro de haber pasado la veda, esa sensación de incomodidad dice el manual tratando de hacerse comprensible para el usuario novato. Ella estará un poco nerviosa también, pero eso es seguramente lo que el tipo del congreso espera en ese momento, de modo que no tendrá por qué preocuparse. Un día llegará el día y ellos estarán agotados y abrazados y él se sentirá feliz y ella también, y el personaje del congreso se preguntará por un momento si ella será capaz de sentir felicidad, y en seguida recordará que los residuos de la veda estaban claramente explicados en el manual y que no debían preocuparlo.
La chica lo mirará a él y a su sonrisa, el creerá la desmesurada fantasía. Pero quién puede saber si habrá fisuras entre su credulidad y la mentira, quién puede saber si él no la recuerda del congreso (entre bocaditos y champagne) quién puede saber -yo lo sospecho y usted en su de tarde de abril y la chica en mi juego lo sospecharán- si el amante ideal con garantía triple a que ella dejó en casa no era también una mentira, otra desmesura de esos tiempos que yo invento (y que usted tiene que creer) otro juego desaforadamente ajeno e increíble, otro disfraz de la literatura o del amor.