Los gritos

Había oído algo.

      Aún antes de tomar plena conciencia, Esteban sintió que sus músculos se tensaban y sus sentidos se abrían desmesuradamente, y lo sacaban del sopor; de esa especie de embriaguez de otras imágenes que lo habían transportado lejos, bien lejos, pero no tanto como para no oír la realidad de ese sonido capaz de traspasarlo.

      Se enderezó de a poco tratando de vencer el miedo, y adivinó en la oscuridad apenas dibujado, los mismos árboles, la misma soledad; el silencio.  Esperó.

      El doctor Moretti no hizo siquiera una mueca de disgusto.  Colgó despacio el teléfono y le dio un beso a su mujer que seguía durmiendo.  Se tomó el tiempo para vestirse de a poco mientras se desperezaba; antes de salir arregló con un peine los pocos pelos que asomaban de su calva.  Y a pesar de todo tardó quince minutos en llegar al sanatorio.

      A Isabel le dolía.  Sentía el espasmo recorriéndola, invadiendo su centro, obligándola a contraerse, a estirarse, a oprimir con violencia la mano de Carlos en su mano, y después menos.  Después el alivio momentáneo, la frágil tregua; apenas suficiente para buscar con los ojos los ojos de Carlos, demasiado asustado para intentar una palabra de aliento, o un gesto.

      La enfermera apenas importaba.  Se paseaba de acá para allá instalando soportes, preparando frascos; a veces preguntaba.  Carlos desde su confusión buscaba una señal, una mirada, un gesto preocupado detrás de sus movimientos rutinarios, a mitad de camino entre la exagerada eficiencia y el aburrimiento disimulado.

      Esteban encendió otro cigarrillo.  Lo habían dicho mil veces, lo habían repetido hasta el cansancio, no fumar era casi una consigna; que nadie cumplía.  Dejó que el humo mezclado con el frío invadiera sus pulmones mientras con la palma de la mano cubría la brasa delatora.  No había otra forma; estaba asustado.  Y demasiado solo.  Escuchó otro ruido y decidió ignorarlo.

      El doctor Moretti tardó tanto que sería ocioso calcularlo.  Por lo menos eso pensaba Carlos cuando lo vio entrar en la sala con la bata blanca, la calvicie blanca, la sonrisa blanca; y tranquilizadora.  Se sintió renacer.

      Apretó fuerte la mano de Isabel que gemía.  Se atrevió a decirle ya está, aflojate que va a doler menos, tranquila.  Isabel casi sonrió.

      El doctor Moretti presionó algunas veces el redondo vientre de Isabel, ella dijo tengo ganas de hacer fuerza, él le dedicó una sonrisa y le dijo avanti; le pidió suero a la enfermera.  Carlos intuyó que entre sus gestos mecánicos de prepara la aguja y buscar la vena había también algo de alivio.  El doctor Moretti dijo fuerza mientras seguía sonriendo;  Esteban escuchó un crujido y se asomó mientras sacaba el seguro del fusil.  El cigarro le quemó la mano; Esteban puteó bajito, casi para adentro, y lo dejó caer.  El cigarrillo se murió en un charco.

      Isabel estaba en una nube. Le costaba comprender lo que pasaba alrededor; la sonrisa del médico, la mano de Carlos que ahora apretaba la suya, la enfermera muy arriba controlando el goteo.  Sentía ganas de hacer fuerza y el doctor Moretti la alentaba con voz suave, y ella obedecía más su impulso que a la voz del médico.  Le parecía que era ella la que se iba por debajo, toda ella se iba por detrás de su niño, sus entrañas, su pecho, la última gota de su oxigeno; arrastrada hacia la ajada oscuridad del silencio.

      Carlos no intentaba comprender.  Se había quedado ahí oprimiendo con fuerza la mano de Isabel, porque no habría podido hacer otra cosa.  Estaba simplemente encandilado, alucinado por lo imprevisible de su mano oprimiendo la mano de Isabel, por la absurda sonrisa del Doctor Moretti diciendo vamos que ya sale, vamos que ya está.

      Esteban vio un bulto moverse entre los árboles y apoyó el fusil sobre las bolsas de arena que rodeaban la trinchera; se dio cuenta de que estaba amaneciendo.  Recordó la consigna y disparó contra la sombra; otras ráfagas surgieron desde los árboles como una respuesta.  Era extraño, no tenía miedo; recordó vagamente que se lo habían advertido.  Carlos que sí tenía miedo, vio como el doctor Moretti apresaba una cabeza empapada en sangre y sintió náuseas;  Isabel tenía el gesto contraído.  El doctor seguía sonriendo.  Esteban disparó hasta vaciar el cargador y vio como una sombra caía a pocos metros; vio a dos más por la derecha, la enfermera empujaba el vientre para abajo.  El doctor Moretti dejó de sonreír para poder concentrarse en su tarea.  Esteban mató a los dos de la derecha, la sombra partió desde la izquierda.  Isabel gemía.  Esteban vio la sombra y se dio vuelta para seguir la mancha oscura que se clavó en el barro.  Tardó medio segundo en descubrir qué era y una fracción más para intentar un grito.  Su grito se estrelló contra la onda expansiva y se hizo añicos.  Justo sobre el grito el doctor Moretti les dijo es un niño.  La enfermera se permitió una sonrisa, Carlos no entendía nada.

      Isabel dijo muy bajito: va a llamarse Esteban.  Y se quedó dormida.

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