La ciudad sitiada

Una muralla.  El miedo y la costumbre crean la ilusión de infinitud, pero es seguro que termina más acá del horizonte, antes de que el valle naufrague en la ondulación y se rinda a la montaña, al sol que ha empezado a rodar desde el pico más alto cerro abajo, tiempo abajo; otra vez el rito que cancela el día, tan el mismo día como siempre.

      Muralla infinita, días infinitos que se agregan, se amontonan como el sedimento, soles que terminan su paseo rodando en la montaña allá tan lejos, cuesta abajo, allá donde debe terminarse la muralla infinita pero los días no, los días repetidos sin montañas, sin sospecha de valle que se ondula, porque ya nadie recuerda en la ciudad que haya sido distinto alguna vez, aunque la costumbre y el miedo inventen la ilusión de infinitud y la muralla su monumento sin fisuras.

      Hay un viento seco que convierte las caras en estatuas, o quizás Los que Saben lo que Hacen, allá afuera, siempre fueron sólo eso, estatuas agazapadas como tigres, aguardando su hora con paciencia de estatuas montadas en sus máquinas de muerte, en sus máquinas de esperar la muerte que repta inevitable tras sus fáciles presas encerradas de estatuas y muralla, dóciles víctimas de la gran trampa.

      De este lado la muralla es infinita y es tan corta, que su vastedad no podrá sostener la vida ante la muerte.  Los que estamos estuvimos antes asombrados de que el infinito pudiera abarcar tanto temor y tanto odio, nos mirábamos a los ojos extrañados, nos poníamos las banderas de la guerra y nos paseábamos envueltos en ellas por la plaza, atronábamos las calles con gritos de venganza, amenazábamos con el índice traspasando la muralla, flecha de temor y de violencia, rayo de condena, desafío desaforado, vehemente, negro como el odio de los que odian sin respeto.

      Los días recurrentes, repetidos, muriendo cada uno cuestaabajo en la montaña siempre inmóvil, quieta como ellos que esperan como estatuas en sus máquinas de muerte.

      Los que estamos simulamos no notar el cambio, total los días seguían siendo iguales de muralla, iguales a otros que a su vez habían sido iguales.  Pero el odio había devenido en impaciencia.  Como chicos que van abandonando el juego nos íbamos sentando en la plaza sin desmayo, sin inútiles gestos ampulosos, nada más como el que se sienta doblando las banderas, cesando los gritos, renunciando al índice cruzando la muralla y acosando a Los que Saben lo que Hacen allá afuera, a ellos que tienen tanto tiempo y esperan blancos como estatuas.

      Ellos vendrán algún día, decía alguien y alentaba la esperanza que soplaba en los ojos como un brillo pero no, pero los días iguales tan iguales apagaban los susurros y el desafío mostraba sin pudor su apariencia de ruego, de llanto desnudado, de que vengan, que vengan de una vez a cara y ceca, al vida o muerte que termine la muralla y el sol repetido de estatuas silenciosas.  Verdugos cobardes, inútiles sicarios, lentos y terribles guardianes de la muerte.

      El hambre como una puñalada.  Los que habíamos gritado juntos nos gritábamos;  los índices, flechas de temor y de violencia, apuntan a los índices.  El hambre.  El temor y la costumbre. Afuera ellos aguardan como estatuas montadas en sus máquinas de muerte y hay un viento seco que atraviesa el día, este día igual a tantos otros.

      La muralla infinita que es tan corta y que se cierra, víbora atrapando.  El borde del veneno, del colmillo, terror de aire que se acaba boca abierta hilos de baba, encierro de muralla víbora que aprieta y que no siente, que no tiene violencia sino convicción, mandato de su especie, compulsión de víbora que aprieta, anillos de muralla.

      Los que estamos recuperamos los gritos, los juntamos en las calles sucias, los pulimos y nos arrojamos a la cara las voces quebradizas, desgastadas de pasión, barnizadas de odio de segunda mano.  Trazamos líneas divisorias, maquetas de muralla, y hubo un este lado un otro lado tantos lados como voces quebradizas, alianzas para días -iguales tan iguales- para odiarnos con algún criterio partiendo las banderas, tantas voces como índices sumados de este lado de otro lado, tantos índices flechas como hombres, como espectros deambulando del lado de acá de la muerte y la muralla.

      Infinita la muralla, las estatuas, los días que se amontonan uno y otro y otro, muralla más estatuas más días más miedo más costumbre más odio más violencia de hambre y hambre de violencia en los rostros vacíos de desafío, vacíos de ruego, de impaciencia.  Odio más odio los que estamos.

      Allá, Los que Saben lo que Hacen, los que saben lo que quieren y esperan en su tiempo de estatuas, en su tiempo blanco inconmovible de estatuas en sus máquinas de muerte, de espera desapasionada de la muerte gota a gota, los que desafían la sequedad del viento que atraviesa el día repetido.

      Los que estamos estuvimos desafiando, rogando, seduciendo a la víbora muralla inconmovible, veneno y colmillo, compulsión de encierro de muralla.  Entregando sacrificios a la deidad implacable, insaciable de opresión, de círculo de fuego que se achica, sed de agua, sed de sangre y de odio, hambre de salvación, vértigo de odio del que escapa sabiendo que muralla, víbora, círculo de fuego que se acerca.

      Ellos esperan en su pose de espera.  Saben, saben, saben.

      Los que estamos más acá de la muralla estuvimos tantos días que ya nadie recuerda que haya sido distinto alguna vez, el miedo y la costumbre, la ilusión de infinitud.

      Cuando el cansancio nos abate, cuando hay que detener la muerte porque estamos agotados -y el sol está rodando de nuevo en la montaña- nos gusta imaginar que seguimos esperando.  

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