Mímica

El de campera negra sacó la mano desde atrás de la espalda haciéndola describir un círculo por sobre la cabeza; el otro se llevó la mano a la cara y apagó el grito que nacía de sus ojos. En sus labios se dibujó una blasfemia, y su gesto se pareció más a la confusión que al enojo.  Se miró la mano como si tuviera sangre, como si la supuesta mancha roja lo fuera llevando a empujones a la ira, al descontrol de un puño levantándose con firmeza amenazante. El de la campera negra sonreía como si la tensión en el gesto del de pulover fuese simplemente despreciable, se movía con la lentitud del domador midiendo los movimientos de la fiera, conocedor de su soberbia tan justificada.  Se agachó, y su mano pareció cerrarse en algo que no estaba y levantarlo; su mano tenía una extensión inexistente, una nada que blandía amenazante mientras el de pulover rojo lo miraba fijo y avanzaba un paso y daba un paso a un costado y uno atrás y así daba la sensación de que ocupaba más espacio, o de que estaba agazapado, o de que era más peligroso a pesar del arma que blandía el de campera haciendo un movimiento circular que empezaba en su puño y terminaba claramente en el palo que no estaba,  pero que amenazaba al de pulover que, bien mirado, danzaba para escapar de la hipnosis, de la atracción del palo que giraba y que debía ser negro o tal vez no, pero casi seguramente oscuro.     

         El de pulover sonrió y ahora sí mostró unos dientes ordenados y temibles antes del penúltimo paso para atrás.  Después giró toda una vuelta que lo volvió a dejar de frente, y sus dientes no alcanzaron ni siquiera a verse antes de que repitiera el movimiento.  El de campera tuvo que girar un poco para seguir teniéndolo delante y el movimiento hipnótico quedo suspendido como si la mente que daba las órdenes, no hubiera podido atender el giro repetido al mismo tiempo que tomaba nota del mismo estado de las cosas.  El de pulover rojo completaba su segunda vuelta; alrededor del pie derecho primero, y a la mitad cambiando sobre el otro pie  y de nuevo de frente y ahora flexionando el pie derecho y cerrando sus puños sobre algo, un brazo más arriba y el izquierdo abajo, izando con fuerza lo que el de campera reconoce silla antes de empezar otra vez el movimiento hipnótico que se adivina desde el puño hasta el extremo oscuro del palo inexistente, sabiendo que ahora el de pulover improvisó un escudo de silla tapizada sin duda, de silla de esas de madera dura, resistente a los golpes del palo hipnotizante y tan oscuro.  Los rostros ya parecen calmos, relajados, como si estuviera claro que la danza no terminaría sin aviso previo, sin una contracción de los gestos, sin un brillo particular de los ojos que anunciara el golpe que el de campera arrojó desde su puño casi sin fuerza, casi midiendo, aunque el lado derecho de su cara se arrugara entre el ojo y el labio como juntando violencia, o decisión, o nada más porque su puño golpeando con el palo inexistente necesitara ser justificado.  El de pulover rojo hizo nada más que un movimiento imperceptible, como afirmando el escudo con sus puños para ayudarlo a sostener el golpe mientras mostraba los dientes que ya no eran temibles, que de a ratos parecían algo temerosos.  El de campera levantó el puño cerrado.  Por sobre su cabeza, bien arriba, el otro puño se cerró alrededor y juntos llevaron hacia atrás el arma inexistente, para preparar el golpe oscuro y demoledor que el del pulover rojo espera apoyado en su pierna derecha flexionada, que no pudo impedir que perdiera un poco el equilibrio al soportar el golpe que vino desde el de campera, o mejor dicho desde sus puños abrazados, acelerado por su viaje circular.

         El de pulover se recompuso corriéndose dos pasos al costado; en su rostro volvió a asomar la ira, el odio que apenas rozaba al de campera que giraba con su puño hipnótico y se movía apenas, con la lentitud de quien espera, domador soberbio de la fiera agazapada y tensa, el de pulover rojo, con su silla inexistente, parapeto sugerido por sus puños firmes adelante, por sus bíceps inflamados hinchando el rojo del pulover.  El de campera negra tomó nota de la eficacia de su golpe que habría sonado en la silla como un disparo, como un sonido repleto de rebordes, de reverberancias filosas.  Retrocedió hasta la pared como si fuera preciso recuperar la perspectiva, tomar nota del de pulover dando dos pasos al costado para quedar de nuevo en pie, de nuevo sosteniendo los puños adelante izando lo que seguro era la silla parapeto, escudo imaginario.  Acarició el palo, o por lo menos su puño izquierdo caminó por el vacío en el que debía estar el arma, la que daría el nuevo golpe que correría paralelo al piso, hachazo oscuro que sorprende el tardío movimiento de la silla de madera dura, que dibuja primero el gesto de estupor pero nada más que un tiempo que se acaba rápido en la ira, en el enojo que debió ser un grito que lastimara el aire si el silencio no fuera tan invulnerable.

         El de pulover rojo respira el encierro que ahora se traduce en una puntada en las costillas, en residuos de dolor que le caminan por el vientre mientras gira para seguir de frente, ahora que el otro se mueve tan rápido y golpea de nuevo desde arriba, martillazo que conmueve, que desgaja el escudo, que desnuda a jirones mientras el de campera se sabe domador, dueño de una soberbia tan justificada, y golpea con ritmo, con precisión de péndulo que va y que viene, haciendo vacilar, encerrando al de pulover que ahora solo atina a izar el parapeto, a defenderse con desesperación de náufrago que se aferra, que sostiene en un hilo la última esperanza.

         Y la silla que parece haber caído, último reducto que no puede sostenerse, que libera la violencia del palo que debe estar golpeando la cabeza, las manos que cubren las orejas, la espalda roja ovillada contra el piso, el cuerpo anudado para hacerse pequeño, menos vulnerable al péndulo, al martilleo oscuro del palo inexistente.  Debió haber un grito en medio del silencio inexpugnable, piensa alguien.  Más atrás, en la tercera fila, hay quien sospecha que el de rojo debió haber reaccionado para cambiar ese final tan previsible, tan sin moraleja.  A su lado, una mujer rubia que se oculta los ojos con las manos para no ver más, tan impresionada de pronto por la sangre, por la brillantez roja de la sangre que debía estar humedeciendo el rojo del pulover.

También puede gustarle...

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *