Uno de Gigantes
Todo empezó cuando Gilitonte se enamoró locamente.
Claro está que esa es una interpretación más bien libre, porque Gilitonte no es un gigante de esos simpáticos sino todo lo contrario, y por lo tanto sus enamoramientos son de esos enamoramientos con reminiscencias perrunas, nada que tenga que ver con la locura de los clásicos. Y por más que se cuenten con el gigante puesto de rodillas mientras alarga un ramo de flores a su amada y que lo bordeen cientos de palpitantes corazones rojos está el gesto que esconde la amenaza, que muestra sin tapujos que toda esa declaración es cinismo de la peor especie y que Gilitonte está montando una gran farsa.
Ya se sabe que Orgulla entiende el juego desde antes y por eso el gesto de terror. Gilitonte va a decir en el cuadro siguiente que si ella no quiere las preciosas flores que simbolizan ese amor las dejará caer y todo eso, y entonces ya está claro que el gigante que parece que llora -pero está claro que solo hace que parezca que llora- está poniendo de rehén a la ciudad que es abajo.
Claro, a lo mejor yo no les conté que Gilitonte está hincado sobre un pie sobre una calle de una ciudad en la que pululan habitantes normales y aterrorizados, normales respecto de Gilitonte que es un gigante no precisamente simpático, y aterrorizados igual que la buena de Orgulla que solo atina a gritar, porque si Gilitonte deja caer el ramo de flores sobre la ciudad en la que pululan habitantes normales y aterrorizados ya se sabe, y entonces dice no y el gesto de terror tiene algo de odio y lógicamente está diciendo sí, está diciéndole sí a Gilitonte, a su declaración de amor, porque ella no puede soportar que el desaprensivo gigante deje caer las flores y haga un estropicio de normales habitantes, pobre gente.
Ellos se van de la mano, o mejor dicho Gilitonte arrastra de la mano a la llorosa y odiadora Orgulla que por si fuera poco es linda, otra diferencia con Gilitonte al que le sobresale un poco toda la parte de la frente y las cejas, tiene los pómulos demasiado redondeados y una mirada demasiado bizca y casi nada inteligente.
A decir verdad, no es que Gilitonte tenga gestos violentos ni que nada haga prever desesperantes situaciones límite en la vida de Orgulla, ninguna señal que proponga la sospecha de que Gilitonte pueda tener algunas extraña inclinación apenas sugerible, pero esa música, ese gesto de odio que tiñe la belleza de la bella gigante, nos obliga a ponernos del lado de los pequeños habitantes que, en la toma siguiente, tratan de hablar todos al mismo tiempo en lo que debemos suponer una improvisada asamblea de aterrorizados y normales habitantes.
Los hombrecitos, que parecen campesinos medievales y que portan sin excepción azadas y caras de honestos y rubios trabajadores del campo, parecen estar de acuerdo en que las cosas no pueden quedar así de ningún modo, obviamente sensibilizados por la actitud de Orgulla que se fue con Gilitonte para salvar la ciudad. Uno igual a los otros, que solo se diferencia por su chalequito verde y porque lo llaman Grinín, es el que pone orden.
– Hay que buscarlo a Estrabio – dice Grinín, y todos hablan juntos pero está claro por los movimientos de cabeza que todos están de acuerdo en que hay que buscarlo a Estrabio para que le avise a Bellonto que según dicen es un príncipe gigante que es pretendiente de la bella Orgulla, pero nadie está del todo seguro de eso excepto nosotros, que hemos sido convenientemente informados por una voz en off.
Estrabio es un sapo gigante. Ya se sabe que los gigantes tienen costumbres algo incomprensibles, lo cual me exime de explicar las razones que hacen que Bellonto monte en un sapo gigante de ojos saltones en vez de montar en un brioso corcel o hasta en un dragón, lo cual lo haría mucho mas respetable sin ninguna duda. Todos saben donde vive Estrabio, entonces hay que hablar con él para que le avise a su amo Bellonto que su amada bueno, ya saben.
La cuestión es que los normales habitantes de la ciudad medieval salen por la calle empedrada llenos de convicciones. Se ve una luna atrás, que sirve para marcar los contornos de los caminantes que caminan primero por la ciudad y después por un bosque. Estrabio es un sapo de ojos saltones y si no fuera por esa voz gruesa que tiene una profundidad tan inhumanamente metálica, nos caería definitivamente bien.
Le dicen a Estrabio lo que tienen que decirle y después el sapo le dice a Bellonto que va cambiando el gesto al compás de la música de fondo y de lo que seguramente le explica el sapo con su voz metálica aunque no se lo escuche y después Bellonto, enterado de los sucesos, mientras viaja velozmente sobre su sapo de ojos saltones, deja que su gesto sufriente nos confirme su amor por Orgulla, amor que enternece inevitablemente desde su desesperación de gigante desesperado.
Todo está listo para el descarnado enfrentamiento que ya se adivina hasta en los ojos saltones del sapo que se descubren capaces de destellar en un brillo de violencia. Gilitonte está en su cabaña y nos enteramos de que la pobre Orgulla, atada en una silla junto a una mesa de madera, no ha cambiado todavía su gesto de odio y de terror, mitad de odio y mitad de terror, digamos, haciendo un esfuerzo para definir ese gesto desde sus componentes algebraicos. El gigante le habla como si intentara seducirla, pero siempre termina en una risa profunda y verdaderamente odiable y entonces es inevitable ponerse del lado de Orgulla aunque no esté muy claro que es lo que pretende Gilitonte con ese jueguito que parece puesto para demorar la llegada de Bellonto y el adivinado enfrentamiento, para poner la tensión en su punto más caliente.
Hay un choque de espadas cuando Bellonto lo llama desde una colina desde la que se ve la cabaña, entonces Gilitonte sale y ríe con esa risa odiable y se presenta a la pelea montando un caballo negrísimo y muy serio que pega brincos de exagerada altura, al punto que son capaces de competir con los saltitos simpáticos de Estrabio y entonces hay un choque de espadas bien arriba, allí a donde llegan los gigantescos saltos de las gigantes montas de los dos enamorados.
Pero uno es dueño de un amor desesperado, es el príncipe Bellonto que pelea con la ira del que defiende lo que es justo, y entonces el duelo es de espadas que brillan cuando se encuentran en la altura hasta que Gilitonte, dueño de ese amor odiable, incomprensible, desesperante, ensaya una de sus trampas para que Bellonto caiga de su sapo y quede en sus manos, listo para la espada asesina preparada delante de esa risa que le pone más sobresalientes las cejas y los pómulos, todo eso mientras los normales, los honestos y rubios campesinos, encabezados por el valiente Grinín, desatan esforzadamente a la gigante Orgulla que se hace de un arco y de una flecha y aparece frente al casi vencedor Gilitonte.
Ella es entonces la justicia que llega y uno puede comprender el amor de los gigantes, tan bella, tan perfecta dibujada contra el cielo azul tensando el gesto y la cuerda del arco, tan triunfadora destrozando el corazón de Gilitonte que cae al borde de la ciudad ante la mirada brillosa de Estrabio, ante la algarabía de los normales que festejan la muerte del mal resumida en esa flecha atravesando el corazón del gigante, en esa muerte que era, al fin y al cabo, la esperable conclusión de esta historia de gigantes.
Ustedes ya saben que después habrá miradas de amor entre Bellonto y Orgulla, que se tomarán de las manos para que haya un guiño de complicidad del simpático sapito y entonces quede claro que todo termina bien, y los normales habitantes se dedicarán contentos a encender fuego al odiable cadáver del muerto Gilitonte tal vez por aquello de que todos hacen leña del árbol caído, aunque esa pueda ser una interpretación más bien libre porque yo, que me quedo con la sospecha de que me estuvieron engañando, de que las cosas pudieron ser de otra forma a como me fueron contadas, estoy algo tentado de hacer interpretaciones antipáticas de un cuentito que al final es tan sencillo y colorín colorado y todo eso, pero sinceramente -y casi seguro injustamente- lo único que me pone contento un poquitito es acordarme de eso de que serán felices y que comerán perdices porque entonces, espero que la repetición constante de un menú tan aburrido les sirva también un poco de condena.